Continuamos para Bingo…
Llevo unos cuantos días intentando llevar a la práctica el tener la mente enfocada en otra cosa que no sea Parkinson.
No te creas que es tan fácil, la verdad.
Sobre todo, cuando intentas escribir en el blog y te empiezan a temblar el cuello y el pie, o tu ritmo respiratorio se acelera, llenando tu interior de ansiedad, porque notas que tu lado izquierdo —antaño, muro infranqueable de la enfermedad—, se intenta rebelar contra tí, sintiendo como a veces tiembla el pulgar de la mano, o te despiertas con las cuatro extremidades y el cuello agarrotados como ruedas dentadas oxidadas.
Para evitar pensar en ello, me he dedicado a mi (hasta ahora) infructuosa guerra contra el inglés, usando la aplicación Duo Lingo, o estudiando on-line lecciones gramaticales, pero poniéndome límites de tiempo en forma de temporizador de cuenta atrás de mi smartphone, como cuando un boxeador se pelea con su contrincante hasta oir el clin-clin-clin de la campana del final del asalto. Y, he de reconocer también, que cuando la cuenta llega a cero, me cuesta mucho, muchísimo, aflojar mis fauces y soltar la presa para descansar un tiempo prudencial, respirando con el abdomen, para llevar el reposo otra vez a mi cuerpo.
Entre lección y lección, y aprovechando cinco días libres que tenía Marian en el trabajo, nos hemos escapado al palacete de verano de Serradilla del Arroyo, —allá, demasiado lejos, en Salamanca—, a muchos kilómetros de nuestra Pamplona natal, en donde el silencio y la calma de los paseos por el campo y las apariciones ocasionales de especies animales ya muy raras de ver, tanto nos ayudan y merecen la pena para calmar el alma.
Un poco antes de partir de viaje, había comenzado de nuevo a tocar mi organillo de feriante ambulante —la cabra la incluiré más adelante, cuando haya avanzado lo suficiente en mi aprendizaje—, aporreando una a una sus delicadas teclas, identificando el sonido de cada una con el de la nota musical en la escala correspondiente, siguiendo con otra de mis tareas anotadas para desconectar mi cerebro.
El detonante, la mecha ardiente que me ha hecho emprender definitivamente mi odisea musical, despacio y desde cero, no ha sido otra que el haber asistido a un concierto a capella y en petit comité, interpretado con un poquito de vergüenza por mi sobrina Nahia y una de sus amigas, con tan solo unas partituras aprendidas varios días antes, una guitarra un poquito desafinada, y sus voces adolescentes.
Al principio estaban super nerviosas y tímidas, con la cara roja como un tomate.
Yo, he de reconocerlo, estaba expectante por ver —o mejor dicho, oir— su repertorio musical, rezando porque no fuese música reggaetonera, con sus letras absurdas, llenas de referencias machistas, y cuya “música” suena tan grave que una persona de más de 30 años es incapaz de entender.
Afortunadamente, no fue así. Tocaron sus particulares versiones de canciones “normales”, de las que entiende toda la gente, en las que la música suena melódica y acompasada, acompañando, de manera rítmica, a una letra llena de sentido y sentimiento, como debe ser una CANCIÓN con mayúsculas.
Mientras yo me afanaba en inmortalizar con el móvil el momento del mini concierto, mis ojos se llenaban de lágrimas de emoción, recordando a aquella renacuaja que tenía delante, cantando con voz firme y decidida, acompañada de la guitarra, y que apenas unos cuantos años antes sacaba lo mejor de mí, cuando se quedaba a dormir en mi casa, junto con su hermano mellizo Ibai.
En fin, que me pongo ñoño… continuando con el relato de los acontecimientos vividos desde la última entrada, y como no quise llevarme mi teclado de viaje —más que todo por no cometer el sacrilegio de romper el sepulcral silencio del sitio—, lo que hice fue recordar mis tiempos de aprendiz de mecanografía con Reme, allá por mis doce o trece años, tocando un teclado imaginario con los dedos de ambas manos sobre cada pulgar (que hacían de tecla imaginaria del instrumento), cual cangrejo desafiante, castañeando sus pinzas al aire.
Además, este también es un ejercicio que solemos hacer en fisioterapia, así que, de paso, mataba dos pájaros de un tiro, haciendo mis prácticas de coordinación.
Para más INRI (no podía ser menos), lo acabé complicando un poquito más.
Resulta que en las primeras lecciones musicales que había tomado, aprendí que los dedos de las manos se numeran desde el uno (para el pulgar) hasta el cinco (para el meñique), así que intentando ejercitar y fortalecer las conexiones neuronales de mi maltrecho cerebro, colocaba, al principio lentamente y muy concentrado, el dedo 1 de una mano con el 5 de la otra, el 2 con el 4 y así sucesivamente sobre su pulgar correspondiente, a la vez que caminaba e iba recitando para mis adentros las notas musicales: DO-RE-MI-FA-SOL, SOL-FA-MI-RE-DO, subiendo y bajando por los peldaños tonales de mi particular escala musical, que iba variando cada cierto tiempo, enseñando de esa manera a mi cerebro la posición de cada nota respecto a las otras: RE-MI-FA-SOL-LA, LA-SOL-FA-MI-RE, etc, etc…
Si crees que es una tarea fácil, inténtalo y verás que no lo es, muy al contrario; Es mucho más fácil usar el mismo dedo en ambas manos, que usar dedos distintos.
Y es que quiero aprender bien a tocar el teclado musical, aunque me cueste más tiempo, como hice en su día con mi máquina de escribir, usando todos los dedos, y no como un vulgar reggaetonero, con su dedo índice, su instrumento de tres o cuatro teclas a lo sumo, y su auto-tune, que hace que su voz suene maravillosa y afinada, cuando en realidad es del montón.
Para esta tarea de aprender a tocar el teclado musical, ya tengo el objetivo mucho más claro y el rumbo más definido: Espero, algún día, poder tocar una canción con el teclado… acompañando a mi sobrina Nahia.
Entonces pensaré que …
No todo estará perdido.