Hoy día 25 de Julio se celebra en España el día de Santiago, patrón de Galicia, que es el sitio que decidimos como destino de vacaciones este año.
Bueno, en realidad primero hicimos una parada en Las Médulas, que es un paraje que hay en la región del Bierzo, en la provincia de León, y que está formado por una cordillera de montañas de arenas rojizas, que en el tiempo de los romanos era explotada como mina de oro (la mayor a cielo abierto del imperio), y que, con el paso inexorable del tiempo y del avance de la naturaleza, su color se ha ido preñando del verde característico que dan las hojas de los castaños y robles de la zona.
Después de un viaje agotador en coche desde Salamanca, de visitar la zona para estirar las piernas, y de dormir placenteramente en un silencioso hostal de montaña (justo el día de la final de la Eurocopa 2024, donde España salió victoriosa contra la pérfida albión), pusimos rumbo, por fin, a nuestro campo base en Galicia, un hostal en el concello de Cee, en la provincia de A Coruña.
De camino a nuestro destino, fuimos pasando por Astorga y Ponferrada, haciendo una parada no programada con anterioridad en Santa María do Cebreiro, ya en Galicia, en la provincia de Lugo, y que es el primer municipio gallego al que llegan, exhaustos y exultantes, los peregrinos que siguen el camino francés, y que se encuentra en un alto bastante pronunciado.
Recorrimos la zona, un poco desvirtuada por la cantidad de tiendas de recuerdo y de establecimientos hosteleros, y entramos en la iglesia, donde todo cambió.
Todos lo que me conocen saben que no soy muy religioso, aunque cuando era más pequeño creía en Dios, pero seguramente más por educación que por otra cosa.
Como casi toda la gente, en mis malos momentos me aferraba a él, suplicando su clemencia a la hora de pasar el mal trago de los exámenes, o cuando algún familiar estaba pocho, y después de superado el momento, me olvidaba sin más.
Desde hace muchos años, tengo la teoría (y creo que la pongo en práctica) de que si todos fuésemos buenos y nos respetásemos mutuamente, sin hacer la puñeta a los demás, todo le iría mucho mejor a la humanidad. Y ya puestos, si aportas tu granito de arena ayudando a los demás, pues mejor que mejor.
Cuando entro a un lugar sagrado (sea o no religioso, eso no es lo importante), escucho en mis oídos una especie de zumbido, un sonido vibrante y que pasa de uno a otro lado de mi cabeza, atravesando mi cerebro, sintiendo toda la energía del lugar, sobre todo si me concentro en silencio y cierro los ojos.
La fuerza e intensidad de ese sonido no depende de lo grande que sea el lugar ni del tipo de religión; he sentido muchísimo en ruinas romanas en Mérida, en la provincia de Badajoz, en Extremadura, o en iglesias relativamente pequeñas como la de Roncesvalles, en la provincia de Navarra.
Afortunadamente para mí, esta especie de don que tengo, adquirido por las horas y horas de meditación en yoga, y potenciado más aún por los electrodos implantados en mi operación cerebral, que funcionan como antenas captadoras de energía —quiero creerlo así, a lo Peter Parker en mi querido Spiderman —, es inmune a esa “música” infernal que es el reguetón, que soy incapaz de escuchar más de tres milisegundos seguidos, y mucho menos de comprender, con esa entonación grave de los que perpetran la canción, y que parece que sólo entienden los más jóvenes del lugar.
Bueno, volviendo a O Cebreiro, que es el lugar en el que estábamos antes de que empezase a divagar, y de que te empezaras a dormir, querido lector…
A Marian le gusta adquirir siempre un pequeño detalle de los lugares que visita, así que entramos en una tienda de recuerdos. A mí esos sitios me gustan lo mismo que las tiendas de ropa; así que la seguí, resignado, detrás de ella.
Estuvimos mirando los detalles, hasta que por fin se decidió por dos, entre los cientos y cientos de artículos que en la tienda se exponían.
Salimos de la tienda, y al encaminarnos a una de las numerosas tabernas para tomar un café, me ofreció uno de los recuerdos, envuelto en papel de regalo.
Lo abrí (o más bien destrocé, nervioso, el envoltorio), y ante mí apareció una versión en formato llavero de “el kit del peregrino”, con su bastón, su concha y su cantimplora en forma de calabaza, mientras Marian, emocionada, me decía:
— Toma, esto es para que recuerdes la promesa que hiciste a los cirujanos cuando estabas en la mesa de operaciones, en tu segunda intervención.
De manera instantánea recordé aquel momento, sepultado en mi memoria después de la operación, enterrado por las toneladas y toneladas de escombros mentales que supusieron para mi el dejar mi trabajo de toda una vida, el desgaste psicológico de todo el tema de la incapacidad, e intentar cambiar el chip para controlar la ansiedad.
Aquel día, en la mesa de operaciones, una vez hecho el ajuste fino de mi estimulador, y previo a dejarme llevar de la mano de Morfeo, víctima de la anestesia general, necesaria para realizar la carnicería que supone el colocar el aparato en el pecho, la neuróloga me preguntó que qué era lo primero que iba a hacer, una vez recuperado.
— Quiero hacer el camino de Santiago —respondí, a modo de promesa, mientras la anestesia iba haciendo sus efectos, y me iba adormilando, poquito a poco.
Me abracé a Marian, emocionado, y le dije que iba a cumplir la promesa. No sé si mi salud me permitirá hacerlo de la manera tradicional, más adelante, como me hubiese gustado: Desde Roncesvalles a Santiago, de Santiago a Muxia, y de Muxia a Fisterra, pero como ya estábamos en Galicia, improvisamos e hicimos tres “mini etapas” caminando.
La primera comenzó en el Monte do Gozo, a cinco kilómetros de la catedral de Santiago. Seguimos todos los hitos del camino, como verdaderos peregrinos, caminando con nuestra mochila hasta llegar a la catedral, donde abrazamos al santo, como manda la tradición. Por cierto, había tanto ruido de la gente que “iba de visita”, que mi detector zumbante no funcionó.
La segunda etapa era llegar desde el puerto de Muxía a su ermita, situada en un alto, dónde, sentados en silencio, mi detector funcionó a la perfección.
La tercera y ultima etapa consistía en recorrer un par de kilómetros hasta llegar al faro de Fisterra, donde acabamos viendo un atardecer precioso, en el que el Sol se fue adentrando poco a poco en las entrañas del mar, por entre —como no, en Galicia —, un manto de nubes.
Y ya como extra, y de camino a nuestro campo base en el hostal de Cee, entramos en la iglesia de Corcubión, justo en la víspera de la celebración de la Virgen del Carmen, patrona del mar y de los pescadores, y disfrutamos de la escucha de una especie de misa que más parecía una sesión de Gospel, por la entonación de los vozarrones de un coro de senegaleses y senegalesas, probablemente parientes de marineros, que hizo vibrar mi zumbador a toda pastilla, y también hizo olvidarme, de una vez y para siempre, del puñetero reguetón.