Después de la visita a primera hora de la mañana de mis particulares vampiros, pude dormir un poquito… ni más ni menos que una media hora, justo antes de que unas siniestras sombras entraran en mi habitación, y zarandearan mi maltrecho cuerpo semi desnudo, desprovisto del ridículo camisón que me habían colocado en el quirófano, frotando con esmero unas esponjas húmedas, y embadurnándolo con una crema hidratante y pegajosa al terminar con el meticuloso fregado.
Tras mi particular aseo, me arrebujaron entre las sábanas, tirando de mí hacia un lado, y cambiando la muda de mi cama en un pis pas, como si fuese el protagonista principal de un juego de magia.
Finalmente, cuando ya empezaba a sentir los efectos placenteros de toda la operación de limpieza y prestidigitación, en forma de frescor recorriendo todo mi cuerpo, mi aletargamiento se vió interrumpido, de nuevo. Un auxiliar, provisto de una especie de plancha y una máquina portátil de rayos X, se acercaba hacia la puerta de cristal de mi habitación, abriéndola, decidido.
En un abrir y cerrar de ojos, el auxiliar salió de la habitación, dejando la máquina apuntando hacía mi pecho, y la accionó remotamente, inmortalizando, de nuevo, mis entrañas.
Casi sin tiempo para reaccionar, otro auxiliar entro en la habitación y quitó el freno de mi cama, tirando de ella, tras desconectarme de la máquina que comprobaba mis constantes vitales y las dichosas botas de compresión, que tanto me habían molestado durante la noche en la UCI, dejándome el resto de sistemas conectados: el gotero, que me seguía suministrando el suero y los analgésicos, y la dolorosa sonda urinaria, que tanto me fastidiaba, y que si me hubiesen dejado, me la habría arrancado de un tirón: era el turno del TAC post quirúrgico, para comprobar el estado de mi maltrecho cerebro, y ver si había algún hematoma que complicara la cosa.
El viaje desenfrenado y alocado en camilla, recorriendo los pasillos de la clínica, me recordó la escena inicial de “Agárralo como puedas”, esa película estrambótica de finales de los ochenta, protagonizada por Leslie Nielsen: No sabía si mi cerebro estaba tocado pero, por lo menos, mis tontunas seguían intactas.
El TAC apenas duró unos minutos, y no hubo que repetirlo, a pesar de los movimientos convulsivos de mi pie derecho, aprisionado por un peso para minimizar su temblor, y gracias a que pude aminorar los de la mano, estrujando con fuerza mi pelotita amarilla, con su cara sonriente, que había vuelto a mi poder, después de perderla durante la eterna e insomne noche.
Después, volvimos al box de la UCI, deshaciendo nuestros pasos, donde me esperaba, ¡por fin! una dosis de sinemet, que mitigara un poquito mis temblores, y el desayuno, consistente en un triste café con leche y una mísera magdalena, que hicieran lo mismo con la hambruna pasada después de tantas horas.
Sin tiempo a digerir mis pírricas pero apetitosas viandas, apareció la neurocirujana auxiliar, dándome buenas noticias:
Ahora te mandaremos a planta, y por la tarde te hará una visita la doctora Avilés, la neuróloga. Ya sabes, paciencia… —me comentó.
Después de esto, miré el reloj colgado de la pared, con su minutero funcionando ya como debía: Eran apenas las 10 de la mañana, así que me entretuve haciéndome un “chequeo de ojos”, visto que no podía dormirme de nuevo: primero, el derecho, el que siempre ha sido mi ojo dominante… resultado: correcto; y después el izquierdo, mi ojo remolón, el que no había dejado de dolerme desde la operación…no veía demasiado, ni con las gafas, y me costaba centrar la vista…. Intenté tranquilizarme, y apaciguar a mi yo hipocondríaco, auto convenciéndome al decirme a mi mismo que no era problema de la operación, y que los causantes de ese agudo dolor eran mi puñetero astigmatismo, y lo viejuno que estaban mis ojos.
Sin darme cuenta llegaron las once de la mañana. Marian le entregó el bolso con mi ropa a mi hermana, y se fue a trabajar, y mi hermana y yo dejamos pasar el tiempo, hasta que nos asignaron habitación en planta: la 610, donde continuaría mi recuperación….