Una noche en la UCI

16 feb 2023 · 6 mins

Me desperté medio aturdido, con la cabeza embotada, la boca pastosa y un terrible dolor procedente de mi garganta, como cuando me depertaba hace años a media tarde, después de una larga noche de juerga, con una de esas resacas horribles, en la que te engañas a tí mismo diciendo que no volverás a beber más ese maldito brebaje que tan bien entraba pocas horas antes.

Poco a poco, fui recordando donde me encontraba: la UCI de la clínica universitaria, donde me habían trasladado, después de despertar de la intervención quirúrgica. A mí lado estaba Marian, sujetándome la mano derecha, que ya no sostenía mi pelotita amarilla.

Una máquina controlaba mis constantes vitales: el ritmo cardíaco (entorno a 74 pulsaciones) a través de unos electrodos conectados a mi pecho, y la saturación de oxigeno (entorno al 98%), gracias a una pequeña pinza que emitía una luz roja, colocada en la punta del dedo índice de mi mano derecha, sujeta firmemente a él, gracias a una especie de pegatina.

Conforme iba saliendo de mi particular resaca, fui recorriendo con la mirada la goma que salía de la vía que me habían colocado al inicio de la intervención, y que partía de la mano izquierda y terminaba en un gotero conectado a una botella de suero, que me mantenía hidratado, y mi garrafón de paracetamol a granel, que calmaba mis dolores.

Por último, y como en la anterior intervención, al mirar al frente, mis dos viejos conocidos: la enorme televisión plana, y el reloj de pared, que en ese momento marcaba las dos y media de la tarde, y que me recordaba que esta vez la operación había sido más rápida.

Mientras comprobaba mi estado físico, en el que cabía destacar el enorme dolor que sentía en el ojo izquierdo, y el ya conocido dolor de garganta, debido a estar entubado en la última etapa de la intervención, las botas neumáticas anti trombos, que me habían colocado estando todavía dormido, empezaron a hincharse, haciendo que un molesto cosquilleo ascendiera por mis piernas. Al mismo tiempo, una especie de flotador empezó a estrangularme el brazo derecho hasta empezar a desinflarse: En la máquina de constantes apareció un número quebrado, parpadeando en rojo: Era mi tensión arterial (baja para una persona normal, aunque bastante buena, teniendo en cuenta el trote que mi cuerpo había sufrido).

Lentamente empecé a mover mis pies, que respondían claramente a mis impulsos cerebrales. Hice lo mismo con la mano derecha, hasta palparme la enorme venda que cubría mi dolorido y abierto cráneo, lo que en jerga médica se llama capelina, y que es como un enorme casco que te cubre toda la cabeza y la comprime enormemente, y que te atrapa las orejas hasta dejártelas amoratadas y doloridas.

  • Hola… —intenté farfullar, aunque sólo un hilillo de voz salió de mi garganta.
  • Hola cariño —dijo Marian—. No hables todavía. Los médicos dicen que todo ha ido bien; ya he avisado a tu hermana y ella a tus padres; y he dejado un mensaje también en todos tus grupos de amigos de WhatsApp. Ahora descansa, si te portas bien y te dejan las enfermeras te dejaré usar el móvil, y que veas esas freekadas que tanto te gustan en la tele.
  • Vale —asentí con mi pulgar derecho, al tiempo que intentaba encontrar en la cama mi pelotita amarilla.

Cada poco tiempo, una enfermera entraba y me tomaba la temperatura, que era un poco más alta de la habitual, pero que en ningún momento subió de 37,4: Mi sistema inmunológico estaba haciendo su trabajo.

Al rato Marian recibió el visto bueno, y pude coger, por fín, mi móvil: ¡25 mensajes preguntando por mí! Le pedí que me hiciera la foto de rigor, con la señal de victoria, para mandarla por WhatsApp, pero primero llamé a mis padres por teléfono, para tranquilizarlos.

  • Papá, estoy bien… pero no puedo hablar, así que estad tranquilos, os quiero mucho —dije, con la voz entrecortada.
  • ¡Hijo! no te preocupes, descansa —me dijo mi padre, aliviado.

Después, mandé la foto a modo de respuesta, y me dispuse “a descansar”… es un decir, porque el dichoso reloj, en lugar de mover su minutero hacia la derecha, parecía funcionar al revés, y las enfermeras cada poco entraban para tomarme la temperatura, o para comprobar que mi dolorosa sonda urinaria estaba haciendo su trabajo.

Y así, hasta poco más de las 9 de la noche, hora límite de las visitas, y en la que se tuvo que marchar Marian y yo me quede solo, sabiendo que el tiempo se me iba a hacer eterno. Estaba tan cansando que ni pude atreverme a encender la tele, e intenté dormirme escuchando algún podcast de esos que me gustan de historia en el móvil, embutiendo uno de mis auriculares entre el dichoso vendaje y una de mis maltrechas orejas.

La noche fue interminable, intentando mantener mis orejas atrapadas en el apretado casco, hasta que ya no pude más, y dieron las cuatro de la mañana en el dichoso reloj, y llamé suplicando a la enfermera de guardia para que las liberara, y ya pude, por fin, descansar… hasta las siete de la mañana, que un vampiro disfrazado de enfermera empezó a extraerme tubos y más tubos de sangre.

Había conseguido sobrevivir a la noche en la UCI, y, aunque temblando, ya estaba más cerca de mi objetivo: la conexión de mi nuevo y flamante neuroestimulador. Pero esa será ya, otra historia.

Una noche en la UCI

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