La verdad, estar conectado de nuevo es para mí como la noche y el día. Aunque claramente la mezcla de estimulación (bastante elevada en este momento), y medicación no es suficiente para afrontar aspectos de mi vida diaria, como comer o ponerme delante del ordenador, me permite apañarme bastante bien, y moverme de manera autónoma.
Tras pasar una noche bastante tranquila, a pesar del desgaste que supone tanta conexión y desconexión, y después de ducharme y afeitarme, termino de cerrar todos los flecos que me quedaban, para el ingreso hospitalario.
El primero de ellos es preparar lo que me tengo que llevar. Intentando no cometer los errores del pasado, y recordando que en el ingreso en la UCI no puedes llevar nada de nada, cargo con lo mínimo: Mi pelotita de espuma amarilla, con su carita sonriente y desgastada de tanto estrujarla, y que me acompañará durante la operación; un par de mudas y un neceser con mis utensilios de aseo; mi pijama de Hulk; una bata y mis zapatillas de marqués de chorrapelada. Después, empiezo a sacar cachivaches inútiles del maletín del portátil, hasta dejar lo justo y necesario para que Marian esté lo más distraída posible durante mi intervención. Un último vistazo, más hacia el pasado, hace que incluya en el tiempo de descuento la primera medalla que me regaló mi amigo Eugenio, y el collar de meditación de yoga.
Después de apañarlo todo, y de dejarlo todo preparado, paso a la siguiente fase: Me acerco a casa de mi hermana para que me corte el pelo muy corto; tras hacerlo, le estrecho la mano a mi cuñado y abrazo a mis sobrinos, Nahia e Ibai, y hago lo mismo con mi hermana, mientras no puedo evitar una lagrimita y ella me aparta diciéndome “¡quita tonto!”, quitándole hierro al asunto y yo me escapo, huyendo, hacia la puerta del ascensor.
Me queda pasar un último trago, aún más amargo: El despedirme de mis padres. En más de una ocasión ya he dicho que para mí, lo más duro, y con diferencia, es el daño que pueda a hacer a mis seres queridos, y en especial a mis padres.
Entro en su casa, la que ha sido la mía durante tantos años. Lo hago con una sonrisa en la cara, porque la profesión va por dentro y no quiero que se preocupen demasiado. Después de un ratito hablando tranquilamente, y viendo que el tiempo se me echa encima, trago saliva y los abrazo, iniciando la despedida. Los tranquilizo, diciéndoles que si lo he pasado una vez, también lo puedo hacer esta: primero lo hago con mi padre, y después con mi madre, y, aunque se me parte el alma, procuro no llorar y hacerme el fuerte, para no alarmarlos aún más. Pero no puedo evitarlo, y dejo escapar una lagrimita, húmeda y salada.
Tras esto, me voy a casa donde me despido de Marian también, aunque momentáneamente; ella tiene que trabajar, así que nos veremos por la noche en el hospital, donde pasará la noche conmigo.
Después de comer, y de descansar un poquito, cojo todos los bártulos y me dirijo a la parada del autobus, donde me espera mi sobrino Ibai, que en el último momento ha decidido acompañarme, para no estar solo.
Trascurrida la media hora que nos separa hasta la clínica, respiro hondo al entrar en ella, y pienso “ya estoy aquí, de nuevo”, un poquito antes de la hora de mi ingreso, las cuatro de la tarde.
Aunque podría haber leído las entradas del blog referentes a mi anterior operación, no me hace falta: Todos los pasos, todos y cada uno, los tengo grabados a fuego en mi cabeza: El sacar el ticket para que te atiendan en admisión; la colocación de la pulsera con el código de barras, a modo de identificación, y en la que, además de mi nombre, aparece mi grupo sanguíneo, A+, y que me recuerda que soy Antonio, y que tengo que afrontar esto de manera positiva; el recorrer los pasillos de la clínica, siguiendo a la señorita que me ha atendido hasta el control de enfermería de la sexta planta, donde pasaré algunos días; y, finalmente, el decir a la enfermera responsable que ya me toca la medicación, que si me la puedo tomar yo, o espero a que me la suministren ellos.
Una vez instalado, siempre bajo la atenta mirada de supervisión de Ibai, que en todo momento me interroga para ver si estoy bien, toca tumbarse un ratito encima de la cama y recordar como funciona, para intentar estar lo más cómodo posible, mientras espero a que me sirvan la merienda, para intentar acumular la mayor cantidad de energía posible antes de las doce de la noche, hora tope impuesta por el anestesista para ingerir sólidos y líquidos, y no convertirme así en un gremlins feote, de esos de los malos.
Mientras tanto, Ibai, después de un par de viajes a la cafetería para intentar erradicar la hambruna provocada por su pubertad, se hizo el dueño del mando de la tele, y me fue enseñando como uno de sus admirados youtubers (no recuerdo su nombre, que dios me perdone), se ponía en el papel de alguien que gestionaba un club de fútbol, y negociaba la salida y entrada de jugadores para confeccionar un equipo figurado.
Y así de entretenido, entre pequeñas charletas y risas cómplices con Ibai, y su abrazo de despedida, más fuerte si cabe de lo habitual, llega la hora de mi última cena (antes de la operación, se sobreentiende), que intento saborear lenta y pausadamente, en soledad, a la espera de la llegada de Marian, que pernoctará junto a mí, durante mi última noche en la habitación asignada, la 615 de la CUN.