La noche había sido larga, la más larga de las que había vivido desde hacía mucho tiempo.
A mis problemas intestinales, que no remitían, se había unido el hecho de estar desconectado.
Los escasos momentos de descanso los conseguía disminuyendo el temblor, apretando contra el colchón mi pierna, y apretujando mi pelotita amarilla de espuma con fuerza con la mano, respirando pausadamente, intentando relajarme, oyendo alguno de mis mantras favoritos de yoga por los auriculares inalámbricos.
Sobre las ocho de la mañana sonó la alarma del móvil, la primera del día, indicándome que había llegado el momento de tomar una pastilla de Sinemet, a estas alturas claramente insuficiente.
Después de engullirla con resignación, esperando conseguir una pequeña tregua, intenté dar unos pasos por la habitación, vigilado en todo momento por Marian. ¡Buenas noticias! Mi situación era prácticamente idéntica a la de antes de la primera operación, hace casi ocho meses. Incluso, no había rastro de distonía, esa inversión de mi pie hacia adentro, tan molesta.
Tras asearme, y sin apenas poder desayunar, debido a mis problemas intestinales, ya estaba listo para el siguiente asalto: La consulta definitiva con el neurocirujano, previa a la intervención.
Después de un viaje relámpago en el coche de mi cuñado, y al cruzar el umbral de la zona de admisión acompañado de mi hermana, un simple gesto de dolor hacia Nora, la enfermera de neurocirugía, hizo que nos recibiera de manera urgente el doctor González, mi neurocirujano.
Tras la breve visita, habló telefónicamente con neurología, para indicar que ya habíamos terminado, y que íbamos para allí, para volver a conectarme el estimulador.
No sé si fue por el bajón de adrenalina que me suele dar después de cada visita, o por el lío de posiciones de los electrodos, pero lo cierto es que entré a la consulta de neurología casi sin temblar, medio mareado, navegando, nuevamente, en un mar de dudas.
Tras un último y rápido reconocimiento por parte de la doctora, y después de unos intentos de conexión entre la tablet y mi neuroestimulador, el cosquilleo que empezó a recorrer por mis extremidades y el leve mareo en mi cabeza me confirmaron lo que tanto anhelaba en ese momento: El aparatejo estaba, de nuevo, funcionando, y mi temblor empezando a desaparecer, hasta casi hacerlo por completo.
Era hora de volver a casa, recuperar fuerzas e intentar descansar lo máximo posible, para, al día siguiente, continuar con esta odisea: el ingreso hospitalario.