Neuronavegador

13 feb 2023 · 4 mins

Después de las primeras pruebas iniciales -el tac y la radiografía craneal -, y pasado el tiempo prudencial, llegó el turno de continuar con el procedimiento habitual.

A pesar de que me conozco todos los pasos que tengo que dar, o precisamente por eso, me siento raro antes de la operación. Es esa sensación de jugar de nuevo a la ruleta rusa, volviendo a colocarte el revólver en la sien para apretar el gatillo y disparar una nueva bala en un nuevo turno, después de haberte librado.

Para colmo de males, mi estado físico no es el más adecuado, viéndome debilitado por una especie de gastroenteritis previa el fin de semana, que merma mis capacidades, y que hace sentirme, si cabe, todavía más inseguro.

A la entrevista con el anestesista, le siguen una PCR y una analítica de sangre por la mañana, y a la hora de la comida (es un decir, porque yo estoy en ayunas), llega el turno de lo que los médicos llaman el escáner “neuronavegador”, que es una resonancia magnética que contiene todos los detalles y recovecos de mi cerebro, y que el neurocirujano utiliza para observar, minuciosamente, por que zona de mi cráneo va a entrar, y el lugar idóneo para colocar el electrodo en el interior de mi cerebro, que es una especie de cable acabado en unos puntitos metálicos llamados polos, que serán por donde se emitan las señales de radio, que harán que mis neuronas dejen de vibrar y de provocar mis temblores.

A la prueba me acompañaba mi hermana por precaución, aunque yo iba bastante tranquilo, porque lo único que recordaba de la otra vez era lo plácidamente que me quedé dormido en aquella ocasión, después de aspirar el gas anestésico, y que hizo desaparecer todos mis temblores.

Después de recorrer el laberinto de pasillos del sótano de la clínica hasta encontrar dónde tenían que hacerme la prueba, tocamos el timbre de la pared y una enfermera salió a nuestro encuentro, excusándose porque iban con retraso, al haber tenido los anestesistas un imprevisto, y entregándome un boli y unos papeles, que no eran otra cosa que el consentimiento informado, y un cuestionario a rellenar.

Aunque siempre que tengo que pasar por algún tipo de escaner enseño el carnet que me dió el doctor Guridi después de mi primera operación, y que para mí es una especie de pase VIP que me sirve para saltármelos, tanto las preguntas del cuestionario, como las señales de peligro colocadas en las paredes me hicieron tocar otra vez el timbre, reclamando, de nuevo, la atención de la enfermera.

  • Perdone, pero llevo un neuroestimulador activo en mi pecho. Lo digo porque seguramente lo tengan que apagar antes de hacerme la prueba, -recalqué.
  • Menos mal que nos lo has dicho —me replicó la enfermera—. Ahora mismo llamamos a neurología.

Al rato, un doctor apareció por la puerta, llevando en sus manos la tablet y el aparatejo que servía para comunicarse con mi estimulador, y me pasaron a un box para desconectarme.

  • Ya sabes lo que es esto, primero anotamos tus parámetros actuales, y después te desconectamos, -me comentó, al tiempo que manipulaba la tablet, y yo comenzaba a temblar.

A partir de entonces, el reloj se paralizó, y todo se me hizo eterno. Para más inri, los anestesistas tardaron más de dos horas en aparecer, mientras yo intentaba, inútilmente, dejar de temblar, activando los músculos de mi pierna y mano derechas.

Lo último que recuerdo es despertarme medio adormilado, y sin apenas temblor. A mi lado, en la sala de despertar, estaba Marian cogiéndome la mano, que le había dado el relevo a mi hermana, y la doctora Avilés, mi neuróloga.

  • Tenemos que pedirte un último esfuerzo —me imploró la doctora.
  • Tienes que permanecer desconectado hasta mañana. Necesitamos ver el estado real de tu cuerpo, sin medicación y sin estimulación.

Y yo asentí afirmativamente, resignado y tragando saliva.

Neuronavegador

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