Han pasado casi cuarenta días desde que escribí la última entrada del diario, y, desde entonces, han sucedido unas cuantas cosas.
Al principio, la calma total, la felicidad absoluta de no temblar prácticamente nada. Después, otra vez los temblores, ese aleteo de colibrí característico que empieza en mi mano derecha y que se va propagando por todo mi cuerpo, poco a poco, hasta alcanzar el pie.
Conforme han ido pasando los días, la inflamación de mi cerebro ha ido también remitiendo, poquito a poco.
Diariamente, Marian ha ido curado las heridas provocadas por la operación con la mayor de las delicadezas, aplicando betadine sobre las mismas, para después cubrirlas con un apósito de enormes dimensiones, que, más que una venda, parecía una especie de compresa. Por mi parte, yo intentaba disimularla lo mejor posible, ocultándola debajo de un enorme gorro de paja de estilo panameño que, con el paso del tiempo, ha ido perdiendo poco a poco su forma y consistencia, haciéndome sospechar que, más que en Panamá, ha sido fabricado en un poblado recóndito de lo más profundo de China.
El día cinco de julio llegó, el momento de la primera cura. Previamente, ya me habían advertido que no iban a modificar los parámetros del neuroestimulador, así que mis expectativas no eran demasiadas.
Siéntese aquí, vamos a ver cómo están esas heridas, -me dijo la enfermera, mientras yo me acomodaba en la camilla.
Están muy bien, -apostilló. Vamos a empezar a quitarle las grapas. Como tiene unas cincuenta, vamos a ver si dejamos la cifra en un número más redondo, la mitad, en veinticinco.
Y, casi sin darme tiempo a contestar, empezó a quitar grapas con unos alicates, una si, otra no, recordándome el día que yo, harto de ver mi sillón de polipiel sintética despeluchado, me armé de valor y me puse a hacer exactamente lo mismo, aunque con mucha menos delicadeza.
Cuando terminó el proceso, que a mí se me hizo eterno, aunque en realidad no duró más de diez minutos, recortó un trozo de venda que se afanó en colocarme en la cabeza, dejando la mitad de la herida al descubierto.
Después llegaron los sanfermines: las mismas curas diarias de cada mañana; el viaje en autobús, que aquí llamamos coloquialmente “villavesa”, al caer la noche; la visión, espectacular, de los fuegos artificiales; la mirada, respetuosa, hacia los morlacos que acabarán siendo los protagonistas del encierro por las calles del Pamplona en apenas unas horas, y, finalmente, la bajada caminando hacia casa, para acabar, agotado, en la cama.
Cuando terminaron los sanfermines, conforme mi cuerpo estaba cada vez más fuerte, me dediqué a probar si el bloqueo de mi pierna derecha persistía, trotando, cada vez, un poquito más lejos de casa. Porque, aunque el temblor persistía, mis bloqueos del pie derecho - o mejor dicho, esas distonías, como en su día puntualizó el doctor Guridi, han desaparecido desde el principio, lo mismo que mis pesadillas y ese mono inducido por la llegada de la siguiente toma de medicación. Además, mi sueño, que en ningún momento baja de las 7 horas, ha vuelto a ser, de nuevo, reparador.
Al cabo de unos quince días, la siguiente cita. Con la misma delicadeza, las grapas de mi cabeza (y también de la zona del pecho, donde en realidad está ubicado el neuroestimulador) fueron cayendo, una tras otra, en un recipiente metálico, que la enfermera me enseñó, triunfal, al terminar, justo antes de que el Dr. Guridi me dijese que por parte de neurocirugía habían terminado conmigo, y que, a partir de ahora, se encargaba de mí el departamento de neurología.
Pasaron otros quince días, hasta que por fin llegó el gran día: El primer ajuste del neuroestimulador.
Para entonces yo ya había recargado un par de veces el artilugio, poniéndome por la noche esa especie de alforja que hace que entren en contacto la batería externa con el neuroestimulador, y haciendo que, de manera casi mágica, se produzca la transferencia de energía, sin cables de por medio.
Tras la primera comunicación con el estimulador, donde se transfirieron todos los datos a una tablet, y después de comentar a la doctora Avilés mis sensaciones, empezó a tocar la pantalla, cambiando su configuración.
Mientras tanto yo, casi de reojo, disimuladamente, no paraba de mirar la pantalla, en donde descubrí una forma que me resultó familiar: Era un diagrama de radiación, que no es otra cosa que la representación gráfica de la señal de radio emitida por las antenas colocadas en el electrodo izquierdo, que controla los movimientos de mi lado derecho.
Después de alterar los parámetros de una de las tres antenas colocadas en el electrodo, la doctora se decidió a activar la segunda, al tiempo que no dejaba de preguntarme si notaba algo inusual, y de advertirme que, a partir de ahora, la batería se iría descargando más rápidamente.
Finalmente me hizo tomar la medicación, para, después de una media hora, asegurarse que todo estaba correcto, y que no se producían efectos secundarios, como movimientos involuntarios de mis extremidades, lo que los parkinsonianos conocemos como discinesias.
Desde entonces han pasado casi diez días. Y, aunque sigo con mis temblores “a lo colibrí”, en mis sueños, ya sin pesadillas, sueño con que la doctora de por fin con la configuración correcta, con ese “setup” adecuado, con ese diagrama de radiación inmaculado que haga que pueda, por fin, dejar de temblar y poder escribir este diario, sin tachaduras.