Llegará mi oportunidad

6 jun 2022 · 6 mins

Después del intento fallido de operación y su posterior aplazamiento tocaba recuperarse, coger impulso y seguir adelante.

Por ese motivo, con el objetivo de llegar con todos los depósitos de combustible a tope, para afrontar con más garantías si cabe el siguiente intento, tocaba alejarse de mi particular universo informático, donde últimamente me estaba refugiando demasiado, evadiéndome de la realidad y debilitándome más y más, sin yo darme cuenta, a cada momento.

Ni la comida del Sábado con mis padres, después de tantos meses de pandemia, ni las breves visitas del bueno de mi ya adolescente sobrino Ibai, estirando su escaso tiempo libre para intentar compartirlo conmigo, conseguían el objetivo de distraerme.

Tampoco la quedada inesperada con mis amigos, recordando viejas batallitas vividas, me terminaba de espabilar.

Al final, Marian, a base de insistir e insistir, y de intentar sacarme una sonrisa como cada vez que me ve bajo, física o mentalmente, consiguió que le acompañara a uno de sus ensayos de teatro, en Narvarte, un pueblecito de la zona norte de Navarra, a una distancia de unos 45 kilómetros de Pamplona, que era paso obligado en los viajes en coche con mi familia, camino del caserío donde nació mi madre, Sunbilla.

A regañadientes, casi forzándome a mi mismo delante del espejo, a punta de pistola y bajo amenaza de excomunión, conseguí autoconvencerme.

El sopor del viaje en furgoneta, unido al bajón físico que me produce la falta de dopamina, hicieron que al llegar a nuestro destino me encontrara desorientado, sin saber muy bien donde estaba.

Después de tomada la primera dosis vespertina de medicación, y habiendo pasado la primera media hora de seguridad, esa que me permite caminar sin la amenaza de los bloqueos, terminé de espabilarme, así que me dispuse a reconocer el lugar, algo que hice al instante. Y es que, por muy atontado que estuviera, y aunque me hubieran arrojado allí desde lo alto de un helicóptero, con los ojos cerrados, no hubiera tenido ningún problema en hacerlo, en saber donde me encontraba.

Enseguida, reconocí el inconfundible desfiladero que forman los caseríos que bordean la carretera, y que hacen que se estreche cada vez más y más conforme te acercas, hasta tal punto de hacer imposible continuar la marcha, sobretodo si te topas de frente con un camión, justo en el momento de cruzar el puente sobre el río Bidasoa. Afortunadamente, eso es algo ya muy improbable, sobretodo desde que entró en funcionamiento la carretera de circunvalación, hace ya bastantes años.

Al encaminar mis pasos hacia la mitad del puente, descubrí una abertura, una especie de rendija estrecha entre dos paredes de piedra antigua, que daba acceso a la ribera del río, siguiendo un camino, medio oculto por la vegetación.

Sin dudarlo, me escurrí por aquella abertura, dispuesto a resguardarme de ese calor tan sofocante y húmedo, típico de la zona en estas fechas, casi a principios del verano.

El río, trascurriendo por entre miles de cantos rodados de diferentes tamaños, colores y formas, y una playa de arena gruesa de color rojizo, me trasladaron de nuevo a la infancia, donde, río arriba, apenas unos kilómetros más adelante, ese mismo agua, ya más embravecida, se estrellaba con fuerza contra las lindes de uno de los prados, salpicado de manzanos, del caserío de mi familia materna.

Un poco agotado por lo pasado todos estos días, me recosté sobre el tronco de un árbol, y cerré los ojos, concentrándome en aquel sonido para mí tan familiar, a la vez que hipnótico y relajante.

Ya más recuperado, al abrir los ojos, observé el árbol sobre el que me había refugiado: No podía ser otro que una higuera, plagada de higos, que, sabiamente, estaban dispuestos sobre las ramas que daban al río, inalcanzables para cualquiera de los mortales.

Me levanté decidido, dispuesto a adentrarme en el camino que transcurría entre los dos muros de piedra, que eran una amalgama de piedras colocadas desordenadamente, fragmentos “cogidos prestados” del mismo río, embutidos en una mezcla de argamasa, de arena rojiza y cemento. Calculé que llevaban ahí bastante tiempo, el suficiente para que una capa irregular de musgo de color verdoso los cubriera casi al completo.

Seguí caminando, muy despacio, deleitándome la vista con el paisaje, con todos esos colores, verdes y ocres, que brillaban en mayor o menor medida, dependiendo de si alguna de las nubes blancas algodonadas, osaba interponerse y tapar la luz del Sol.

Caminando así, por aquella zona tan sombría, perdido entre gigantescos plataneros, con su corteza moteada tan característica, me di cuenta de que tengo que tomarme las cosas con más tranquilidad, y que si no se hubiera retrasado la operación, tan poco hubiera disfrutado de ese momento tan mágico.

También pensé en mis compañeros del grupo de jóvenes Parkinsonianos, y en que ellos, tarde o temprano tendrán su oportunidad, si no es con este tipo de operación, con alguna otra técnica más novedosa.

Y, muy especialmente en uno de ellos, en Jesús, que va a ser operado justo una semana después de mi fallida operación, y que se las prometía tan felices porque yo iba delante, allanando el camino.

Al llegar a casa, ya mucho más relajado, he cogido mi móvil y lo primero que he hecho es enviarle a Jesús un mensaje de ánimo por WhatsApp, informándole en detalle de todos los días hospitalizado, y, de esa manera, conseguir tranquilizarlo.

Y al colgar he pensado que, más temprano que tarde, llegará, por fin, mi oportunidad.


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