Hace unos días mi teléfono volvió a vibrar y, como otras veces, en la pantalla apareció un número desconocido. Descolgué el teléfono para acercarlo hacía mi oreja, dispuesto a escuchar una voz fría, sintética y deshumanizada, ofreciéndome la mejor oferta del mega-universo de internet, preguntándome cómo demonios se había colado la llamada, saltándose las barreras impuestas por el algoritmo de Inteligencia Artificial del filtro anti-spam de mi ultra-moderno móvil fabricado en algún recóndito lugar del mundo. En su lugar, encontré el sonido familiar de una voz que desprendía -lo supe después -, pasión por su trabajo, y que me preguntaba si era yo, al mismo tiempo que se disculpaba por la hora de la llamada.
Era Javier, el director de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, Informática y Telecomunicaciones de la Universidad Pública de Navarra, mi Alma Mater, mi universidad, “la uni”, como la llamábamos nosotros, sus primeros discípulos, tuteándola de manera natural, cómo cuando hablas con alguien que ha crecido contigo, y que ha vivido en directo muchos de los capítulos más importantes de tu vida.
Javier me preguntaba, muy amablemente, si me gustaría apadrinar un acto que se iba a celebrar el próximo viernes, apenas un par de días más tarde, justo el mismo día en el que iba a aparcar mi vida laboral, poniéndola en pausa, para centrarme en cuerpo y alma en la intervención quirúrgica que me iban a realizar.
El reto consistía en hablar delante de unas cuantas promociones de Ingenieros, salidos, lustros a, de mi querida universidad, intentando evocar los recuerdos de aquella maravillosa etapa de su vida estudiantil, aprovechando mi título de “Ingeniero del año 2021”, otorgado por mis compañeros Telecos de la Asociación de Navarra.
Después de un rato de conversación, acepté la invitación. Decidimos rescatar parte del material utilizado durante la presentación de “mi nombramiento”, en parte por la premura y lo escaso del tiempo, y en parte por que en ella evocaba ese capítulo tan importante de mi vida, jugando con una especie de viaje al pasado.
Podía haberme quedado ahí, repitiendo sin más la presentación, haciendo sonreír a los asistentes, al recordar pequeños instantes de esa etapa, pero esa dichosa manía mía de ponerme en la piel de Indiana Jones, estando siempre en una continua búsqueda del Santo Grial de la perfección, me hizo buscarle otro sentido, otro hilo argumental, planteando a los asistentes una pregunta indiscreta, o más bien por el instante de tiempo en el que acababan sabiendo, al fín, su respuesta. Seguramente, ya la habrás adivinado, la pregunta que iba a plantear era: “¿y tú que quieres ser de mayor?”. Esa, que alguien en nuestra vida, más temprano que tarde, nos dispara a bocajarro, y que al principio te pilla tan sorprendido.
Es curioso como las hebras del caprichoso destino a veces se entrelazan sin tu quererlo, para ofrecerte una liana, firme y robusta, a la que agarrarte. Y es que, apenas unas pocas horas antes, con el día recién nacido, al realizar mi forzada y ya habitual parada “técnica”, sentado en un banco, resignado por la falta de combustible de dopamina, me encontraba triste y afligido, con los ojos llenos de lágrimas, tocada y herida mi alma, probablemente por lo sensible que me encuentro últimamente.
El lugar del evento, como no podía ser menos, el edificio que había pisado por primera vez una lejana mañana, ya perdida en el laberinto de mis recuerdos, de comienzos del curso 90-91, cuando iniciaba mi etapa de estudiante de Ingeniería Superior de Telecomunicaciones, y el guarismo de mi edad no superaba la cifra de los tiernos veinte.
La sensación, al entrar de nuevo a aquel edificio, después de tantos años, me hizo también retroceder al pasado, haciéndome recordar la primera vez que entré en él, hecho un manojo de nervios, iniciando una nueva etapa de mi vida.
Al cabo de un rato, en el que la gente fue poco a poco entrando y acomodándose en los hileras de mesas dispuestas geométricamente por toda la sala, y en el que pude reconocer, de reojo, a una decena de mis antiguos compañeros de universidad, a algunos de los cuales no había vuelto a ver desde que terminásemos la carrera, hace ya más de 25 años, empezó el evento.
Después de una breve presentación por parte de Javier, abrí el acto, exponiendo en el proyector la presentación. Al terminar, continuó de nuevo Javier, mostrándonos en la pantalla fotografías que nuevamente, nos llevaron al pasado, intentando, con la nostalgia, atraernos de nuevo a la órbita de la escuela, que algunos, la mayoría, dejamos al acabar la carrera, para adentrarnos en nuestros mundos profesionales.
Los primeros inicios en el Sario, en un edificio medio prestado, donde no cabíamos y estábamos casi hacinados, y dónde yo personalmente conocí, por primera vez, el significado la palabra suspenso, de la mano de nuestro profesor de Física, Vicente Madurga, al no saber calcular, como muchos de mis compañeros, el maldito centro de masas que formaban el conjunto de un pajarillo, creo recordar que de un canario se trataba, la barra en la que se encontraba posado y la jaula, llena de barrotes, que, merecidamente, lo encarcelaba.
O el paso al aulario, un par de años más tarde, en aquel edificio tan moderno, y que costaba llenar, año a año, de mobiliario y de las necesarias herramientas para la enseñanza, y en el que fuimos testigos de primera fila de cómo iba creciendo a la par la biblioteca, primero sus cimientos, después sus muros, hasta que varias grúas fueron capaces de elevar su cúpula, distrayendo nuestra atención en más de una clase.
Después tomó la palabra el vicerrector de investigación, el señor Arregui, que nos sorprendió, soltando de sopetón, sobre la mesa, de repente, un buen taco de folios de aquellos reciclados, que usábamos en los exámenes, y que a más de uno y una se nos siguen apareciendo, todavía, en alguna de nuestras peores pesadillas.
Al acabar, instintivamente, volví al lado de mis antiguos compañeros, que me acogieron cariñosamente como si los años, ahora medidos ya en lustros, no hubiesen pasado, volviendo al presente.
Si tú, personalmente, lo piensas un momento, seguro que acabas localizando en tu calendario vital ese preciso instante en el que supiste la respuesta. Incluso, si me apuras, puedes viajar a aquel momento, si marcas con cuidado esa fecha, seleccionando el mes, dia y año en el display, luminoso y colorido de tu máquina del tiempo favorita, ese Delorean customizado que tienes en mente, o, si lo prefieres, te pones en el papel de Robert Taylor, y te vistes con sus pantuflas y su albornoz acolchado, para tirar de la palanca haciendo que retroceda el tiempo, y todo pase a cámara rápida alrededor de su máquina de estilo victoriano, más clásica y genuina de los años 50.
En mi caso, ese instante, ese “cuando” final, o más bien inicial, ese flashback en el que te topas con tu yo pasado, y escuchas la voz en OFF de Sophia, la abuelita de las chicas de oro, pronunciando la mágica frase de “Sicilia, 1930…” , ocurrió, más o menos, a mediados de los 80.
Podía haber sido un poquito antes, cuando aquel chaval, tímido y regordete que aprendía los principios de la electricidad, con su “Electro-L”, a base de calambrazos de 5 Voltios, procedentes de su fuente de alimentación, esa pila de petaca, de la que salían dos láminas de metal, que se conectaban al circuito eléctrico que uno se afanaba por montar, y, que tarde o temprano acababa tocando con la lengua, atraído y fascinado por algún tipo de hechizo demoníaco.
O ese otro cuando, envalentonado por los pequeños logros conseguidos, al reparar alguno de sus juguetes de plástico, se atreviera a jugar en las ligas mayores, donde, a base del ingenio heredado de su padre, unido a una buena dosis de pegamento semitransparente, acabó reparando su máquina electrónica, aquel “Caballo de Troya”, cuyos sonidos volvieron a atronar por toda la casa, para desgracia de su atormentada hermana, emitidos desde un rudimentario zumbador, que para aquel chaval sonaba mejor, mucho mejor, que el mejor de los home cinemas actuales.
No, no fue ninguno de esos momentos, lo recuerdo perfectamente, como si hubiese pasado ayer mismo.
El día en cuestión, aquel jovencito, con sus quince o dieciséis años, recibió un regalo inesperado de manos de su atormentada madre, harta ya de las plegarias y ruegos de su fastidioso retoño: su primer ordenador, un Amstrad CPC464, con su gigantesca memoria de 64KB, procesador Zilog-Z80 a 4MHz, cuyo nombre hacía esconder la cabeza, aterrado bajo la protección de las sábanas, recordando, inevitablemente, la figura de una nave espacial enemiga, a toda velocidad, rompiendo el silencio del espacio, en la serie “Galáctica, Estrella de Combate”. Las 80.000 pesetas de la época, que eran lo que costaba el aparato, incluían un psicodélico teclado de genuino plástico, con sus teclas grises, rojas, verdes y azules, unido permanentemente a la CPU y a un magnetófono, donde se cargaban los juegos o programas, a una increíble velocidad, permitiéndote disfrutar de él, dejándote la vista delante de su pantalla, horas y horas, embobado.
El ordenador estuvo expuesto un tiempo en el escaparate de una tienda de muebles, cercana al patio del instituto de bachillerato, donde el chaval acababa de aterrizar, hasta que un día desapareció misteriosamente, para aparecer de repente en la habitación de su casa, como por arte de magia, donde a aquel chico le había costado llegar, arrastrando los pies, resignado, en lo que él creía ser el más miserable de los días, de su ya inútil vida.
Impaciente, asistió a lo que ahora llamamos “el unboxing”, lento y apático del empleado de la tienda que lo había traído, que no tenía la menor idea de lo que hacía, y que actuaba en silencio y como un autómata, enchufando primero todos los cables, para después apretar el botón de encendido, colocar “Fruit Machine” en el magnetofón, una de las cintas que venían de regalo, elegida, no sé yo si muy aleatoriamente, hasta que, después de unos cinco interminables minutos de espera, en los que el aparato no dejó de emitir unos chirriantes sonidos, les animó a jugar, a su hermana y a él, una partida a la máquina tragaperras, llena de luces, sonidos y colores de tonos verdes, en la que se había convertido el ordenador, en un acto que hoy en día, le haría llevarse a más de uno las manos a la cabeza, y que hizo que a su hermana, ya a su tierna edad, le durara el interés por aquel ordenador, lo que a mi amado Sabina le duraban dos hielos en un whisky on the rock.
En realidad, el momento exacto en el que supo la respuesta a la pregunta ocurrió horas más tarde, cuando para el resto de la familia, el ordenador dejó ya de ser una novedad… al abrir por primera vez su manual de instrucciones.
En él venían una serie de listados, de frases numeradas de diez en diez y que yo, aquel zagal, entendía de forma natural, como si ya las hubiese leído en alguna otra parte, y que si te armabas de tiempo y paciencia, y las tecleabas en el ordenador, palabra por palabra, se convertían en comandos que ejecutaba ordenadamente, y que hacían que la pantalla se llenara de colores o emitiese una extraña melodía, el “good save the queen”, que algún súbdito de la pérfida albión había decidido incluir, no sé si a modo de venganza por nuestro intento de conquista, de la mal llamada Armada Invencible.
Ese, ese fue el momento en el que conocí la respuesta, y que me hizo convertirme en lo que soy.
Y tú… ¿qué quieres ser de mayor?