Si al leer el título de esta entrada has terminado inconscientemente la frase con “… es la hora de jugar”, retrocediendo a mediados de los 90, te voy a dar una mala noticia, que seguramente ya conozcas: Eres un poco viejuno, o por lo menos tanto como yo. Por aquel entonces, Xuxa, esa presentadora brasileña que reinó unos años en la parrilla televisiva, a caballo entre el de la genuina Miriam Diaz Aroca, y el de la rocambolesca Leticia Sabater, era la apuesta que hacía Telecinco para hacerse con la audiencia infantil, o más bien la de los padres, sospecho, viéndolo ahora con la objetividad que da el paso del tiempo.
No, yo no me refería precisamente a eso.
Más bien me refería a que ha llegado el momento, la hora de mi intervención quirúrgica para el implante de los estimuladores neuronales, que hagan que mi cuerpo vuelva a funcionar como debe.
Han pasado casi tres meses desde las pruebas en la Clínica Universitaria de Navarra, que acabaron, por una parte, con el visto bueno de los neurólogos para la implantaciónde los estimuladores neuronales y por otro, con la fecha del 2 de Junio de 2022 marcada con un círculo rojo, muy gordote, en mi calendario parkinsoniano.
A aquellas pruebas le siguieron unas cuantas más, pero de todas ellas, la más dura, con diferencia, resultó ser la Tomografía por Emisión de Positrones (P.E.T). Detrás de ese nombre tan intrigante, que inevitablemente me hizo recordar las horas y horas de lectura pasadas en mi juventud, recostado en la cama, de madrugada, devorando hoja tras hoja cualquiera de las novelas del malogrado Asimov, se esconde una técnica de medicina nuclear, que consiste, hablando clara y llanamente, en inyectarte un fármaco radiactivo por vena, una especie de “chivato” capaz de combinarse con algunas sustancias como la glucosa, y que las neuronas utilizan para su funcionamiento. Al ser el fármaco radiactivo, van desprendiéndose de sus átomos partículas que lo forman, los positrones, que acaban siendo detectados, o más bien sus colisiones con otras partículas, por la dichosa maquinita.
De esa manera, y casi por carambola, las zonas de tu cerebro más activas acaban siendo también detectadas y representadas gráficamente.
Es algo así como alzar la vista y dirigir tu mirada hacia la negrura profunda del cielo del inmenso universo que es tu cerebro, y descubrir en él unas lejanas galaxias, luminosas y multicolores, que son tus neuronas, pintadas en tonos que van desde el rojo al azulado, pasando por el amarillo, en función del grado de su mayor o menor actividad.
En realidad, la prueba en sí no fue dura: Te ponen una vía por la que introducen el fármaco, y te sientas a esperar, hasta que “te pasan por la máquina” durante unos 15 minutos, que transcurren silenciosamente, mientras tu luchas por no moverte y te sientes desorientado sin saber como enfrentarte a ese silencio, cuando esperabas pasar por el infierno de un escaner tradicional, lleno de sonidos chirriantes.
Lo realmente duro fue el tener que dejar de tomar, horas antes, la medicación, pero esta vez sin estar ingresado en la clínica, porque cuando las reservas dopamínicas se acabaron agotando, la pierna derecha se bloqueó completamente, inmovilizando todo mi cuerpo, de manera inmisericorde.
Gracias a Marian y a mi amigo Felipe, que acudió al rescate con su furgoneta negra, logramos llegar a la clínica, donde Felipe “se agenció” una silla de ruedas de las que había aparcadas en la entrada, de esas de tipo deportivo, muy manejable y ligera. Ese fue mi medio de locomoción, hasta que ya entrada la tarde, pude tomar una dosis de mi pócima mágica de levodopa, y mi cuerpo volvió a su ser, haciéndome sentir otra vez fuerte, como cuando Popeye se toma sus espinacas, disponiéndose a liberar a Olivia, atrapada y cautiva, retenida por el malvado de Brutus.
Desde entonces esos bloqueos han ido aumentando, y lo que antes era esporádico ha acabado siendo rutinario, de manera que prácticamente el cien por cien de las veces que me arriesgo a andar en esa franja horaria fatídica que va desde media hora antes de la toma de levodopa, hasta media hora después, acabo paralizado y agarrado irremediablemente a la farola o al árbol más cercano, o apoyándome en una pared, esperando pacientemente a que mis músculos se relajen de una vez, y me permitan continuar la marcha.
Particularmente, esto me ha ido ocurriendo cada viernes por la tarde al intentar huir, escapando de la cárcel de cristal que se ha convertido mi casa, donde últimamente me había atrincherado tele trabajando, delante de la pantalla de mi ordenador, vigilado a todas horas por la mirada indiscreta del objetivo de la cámara integrada de una tablet que, en conexión permanente, me tele-transportaba en mili segundos al lado de mi querido y amado jefe.
En ese tiempo de pausa forzada, en el que los dedos se retuercen y el pie se dobla hacia dentro hasta límites insospechables, es muy difícil abstraerse y no pensar en nada. Lo primero que se te viene a la mente es que esto es una putada, porque te sientes como uno de esos perros pequeñajos que están llenos de energía y que empiezan a trotar, alejándose felices de su dueño, estirando la correa, que se va haciendo más y más larga, hasta que frenan repentinamente, sintiendo en el cuello el ahogo sofocante de su collar. En esas estás, luchando por liberarte del yugo de tu collar imaginario, intentando sacar fuerzas de donde ya no las tienes, cuando algún conocido se acerca y te saca de tus pensamientos, extrañado, al verte en esa rocambolesca postura, y que acaba, la mayor parte de las veces, acompañándote, mientras intentas tranquilizarle, quitándole hierro al asunto.
Después, ya más calmado, al notar que la presión de la pierna se afloja, animándote a seguir, empiezas a buscar con la mirada tu siguiente objetivo: ese banco o rincón más cercano al qué llegar, deseando tener, en esos momentos, un tele-transportador instantáneo, de esos de los que aparecían en los primeros capítulos de Star Trek, o una de esas telarañas pegajosas de Spiderman, que le permitían avanzar, sin apenas despeinarse, saltando de edificio en edificio.
En fin, como decía, es hora de volver a mirar hacia adelante y de conjugar todo eso con verbos en tiempo pasado.
Porque ayer, por fin, me pude liberar del yugo del trabajo, al menos el tiempo que esté de baja, que será, seguramente, de unos tres o cuatro meses.
Es hora de mirar hacia adelante, de dejar todo atrás, de coger fuerzas e impulsarse.
En apenas un par de días, el ingreso, en la que será mi residencia “pre-veraniega” durante los próximos 15 días, la CUN, la Clínica Universidad de Navarra. Otro par de días más, y llegará la hora de la intervención…
Así que, ahora sí:
¡Es la hora, es la hora!