Con esa puntualidad británica que le caracteriza, Parki volvió a despertarme a las cinco de la mañana.
Además, estaba bastante intrigado por las últimas palabras de los doctores, al despedirse de mí el día anterior:
¡Mañana, a la escuela! - me ordenó el neurocirujano, al desaparecer por la puerta.
La lógica me decía que debía ser algo así como evaluar mi estado mental, en cuanto a razonamiento y memoria.
Mariam intentó tranquilizarme.
Al poco de llegar a la consulta, vino a mi encuentro otra doctora, acompañada de otro ayudante-estudiante, saludándome efusivamente, como si me conociesen de toda la vida.
El despacho era muy pequeño, y apenas cabíamos los tres. Al mando del ordenador estaba la doctora, y junto a ella, el joven estudiante que, como contagiado por la vitalidad de la doctora, no paraba de sonreir, algo que realmente agradecí.
¡Muy bien! respondió el, mientras yo resoplaba, pensando que esta vez no me habían pillado.
¡Muy bien, perfecto!, recalcó, como queriéndome dar confianza.
La circunferencia, por llamarla de alguna manera, era más una especie de neumático desinflado y birrioso, y las marcas horarias, las tachuelas que lo habían pinchado.
Y, como un banderillero novato, con los ojos medio cerrados y mordiéndome la lengua, me lancé a escribir los números, cantándolos a la vez, cual niño de san Ildefonso.
Después, para rematar, y como no podía ser menos, tuve que poner mi sello inconfundible, el inevitable tachón, al equivocarme y dibujar el minutero apuntando al número 10, en lugar del número 2, victima de mis nervios.
Llegó el turno de las preguntas. Cientos y cientos de preguntas, todas ellas sencillas y del tipo “nada, muy poco, poco, mucho”. Algunas repetidas, pero en lógica inversa, como queriéndote despistarte, y que yo intenté responder lo más sinceramente posible.
Después de casi media hora, me hicieron pasar a otra sala, tras despedirse de mí cariñosamente.
El despacho era bastante más amplio que el anterior, aunque apenas tenía decoración. En el centro, una mesa muy amplia y llena de papeles, y al fondo, un montón de libros, embutidos en estanterías, llamaron mi atención.
Un frio helador recorrió mi espalda, al mirar hacia la mesa y descubrir aquel amasijo de trazos tan familiar: Mi reloj-neumático, con su inconfundible tachón.
Poco a poco fuí elevando la vista, lentamente, hasta encontrarme con la mirada de una nueva doctora, esta vez bastante más seria, que me hizo revivir lo que sentí la primera, y única vez, en la que “me mandaron al director” hace ya tantos años, en mis tiempos de bachillerato.
Junto a ella, otra doctora, que por la edad, un poco más joven, deduje que se trataba de una de sus alumnas.
Buenos días, señor Liberal - la forma de decirlo, tan seria, me puso en alerta. . ¿Qué nivel de estudios tiene? Después de terminar la carrera, ¿ha hecho algún master? ¿cuánto hace de ello?
Me recordó un poco a cuando vas a jugar al trivial, y, según tus estudios, la dificultad de las preguntas varía.
Después de contestar a todas las preguntas académicas, llegó el turno de la evaluación.
Como cuando un mago te enseña sus cartas, al comienzo de su número, la doctora no tardó en esconder las suyas en forma de láminas, así que, prácticamente, no me dió tiempo a nada.
Que decir… cualquier parecido con la realidad… en mi defensa puedo alegar que ya de por sí, la figura original no se parecía a nada conocido.
Las doctoras se miraron entre ellas. Sólo les faltó llevarse las manos a la cabeza, mientras que yo, me ponía cada vez, más y más rojo.
¿Otra vez? ¡No puede ser! 93…85, no 86…. otro clic marcó el final de la prueba.
Después… más y más pruebas: El simón dice, repitiendo, como un lorito, la secuencia de números cada vez más grande, o, mucho más difícil, en sentido inverso; asociaciones de frases con las palabras iniciales; nuevo intento de recordarlas; decir los colores que aparecen escritos en palabras, y a continuación, decir el color en el que están pintadas, distinto al que pone en ellas; palabras relacionadas; el descifrar una frase, sustituyendo símbolos por letras, hasta hacerla inteligible… cientos y cientos de pruebas, con la dichosa resta, siempre intercalada…
Acabé exhausto. No me dijeron el resultado, pero creí haber dado la talla, porque puse el mismo afán que cuando era estudiaba.
Ahora, como siempre, toca esperar el siguiente paso… los preparativos para la operación quirúrgica. Pero eso será, ya, otra historia.