Sobre las cinco de la mañana, los temblores me volvieron a despertar, como la noche anterior.
Las dos miseras pastillas de levodopa que me habían dado (la última sobre las 10 de la noche), apenas me habían hecho efecto, probablemente porque fueron directas a la zona más profunda de mi cerebro.
Como la noche anterior, inicié la misma rutina: Los ejercicios acompasados por la música, y después, un poco de relajación, respirando pausadamente.
Al acabar, mientras me dedicaba a mirar por la ventana como los coches se iban agolpando en los semáforos, repasé, mentalmente, el menú para el día:
Lo de probar la medicación, en principio, no entraba en mis planes originales. Es algo que la neuróloga me propuso, y que resolvió el extraño enigma de haberme atiborrado, desde la semana anterior, con unas nuevas pastillas, cuyo principio activo era la Domperidona, y que principal virtud es evitar las nauseas.
La idea era ir ajustando la dosis que yo necesito para después, ya operado, poder medir “empíricamente” sus efectos sobre mi cerebro, a través de mis nuevos y flamantes instalados cables.
Cuando me lo comentaron, no me lo pensé dos veces: ¿Que hubiera sido de mí, si alguien, de manera altruista, no hubiera probado antes los efectos de la levodopa?
Para empezar bien el día, decidí afeitarme en condiciones, para después meterme debajo del relajante chorro de agua de la ducha, utilizando todo lo posible mi mano derecha, accionando los músculos antagonistas a los que temblaban desbocados, como me había ido enseñando mi fisio previamente.
Sobre las ocho de la mañana, apareció la enfermera para comprobar las constantes.
A las nueve, más o menos, otra vez el ruido de la puerta me alertó de la llegada del segundo plato.
Me invitaron a sentarme en una silla, al tiempo que me colocaban el brazalete hinchable para medir la tensión, y la neuróloga rompía el plastico protector del paquete que llevaba entre las manos, que no era otra cosa que una serie de muestras de la medicación experimental, acompañadas de las instrucciones a seguir.
La primera dosis, colocada con bastante arte en un pliegue de piel de mi tripilla, no consiguió que mi temblor cesara.
Fue pasando el tiempo, hasta que llegó el momento de la segunda dosis. Resultado: Empecé a marearme y a ver todo como en una nube.
No llegué a perder el conocimiento. Poco a poco me fui recuperando, pero, eso sí, nadando en sudor. La doctora iba explicando a sus alumnos lo que me había pasado, y les aconsejaba que era bueno poner los pies en alto para que la sangre retornara mejor al cerebro. Mientras tanto, yo insistía, una y otra vez, que se me estaba pasando, y que podía seguir con el experimento.
Por supesto, no hubo más intentos. Resultado: Intolerancia a la nueva medicación, y exclusión, aunque con honores, del ensayo clínico.
Me costó como una hora recuperarme, tiempo justo para que llegase el neurocirujano y repitiésemos la misma batería de pruebas del día anterior.
Al rato, volvieron a aparecer los dos, pero esta vez anotaron todo en una especie de tabla, donde, junto con cada una de las pruebas, indicaban el resultado, en forma de número.
Minutos después, una enfermera apareció con la dosis “challenge” (en inglés, algo así como desafío), que no era otra cosa que pastilla y media de Sinemet, disuelta ya en agua, para que su absorción fuese más rápida.
La dosis, poco a poco, fue haciendo su efecto.
Un poco más tarde, otra vez el test, pero esta vez en estado ON.
Esta vez, mi cerebro carburaba mejor, consiguiendo restar tres o cuatro veces seguidas y sin equivocarme.
Después de eso… poco más: Hacer el equipaje apresuradamente; Comer tranquilamente, a la espera de la carta de libertad; Salir por la puerta del hospital, cansado, pero sonriente; Llegar a casa y tumbarme, aliviado, en la cama, y pensar… que ya sólo queda una prueba, pero al día siguiente, y que casi había completado con éxito el desafío, mi particular “Challenge”