Sus últimas instrucciones habían sido claras:
Al fin había llegado el día.
Después de revisar minuciosamente el contenido de mi bolsa de viaje por enésima vez, y cerciorarme de que llevaba todo lo necesario, cerré, muy despacio, la cremallera, y cargué mi equipaje sobre el hombro derecho.
Apenas sin hacer ruido, sigilosamente, giré la manilla de la puerta de mi apartamento y salí al pasillo.
La incertidumbre me corroía por dentro, a pesar de tener una ligera y vaga idea. Sabía que los médicos debían observarme en ausencia de la medicación que desde hace casi 6 años tomaba, cuando me diagnosticaron la Enfermedad de Parkinson.
Después de pagar el taxi que me llevó a mi destino - la clínica -, cargué de nuevo con el equipaje y atravesé la puerta de acceso a la zona de urgencias. Como un zombi, seguí las indicaciones que iban apareciendo sobre el piso del pasillo, hasta llegar a la zona de extracción de muestras para la P.C.R.
Tras comprobar mi personalidad, -el DNI, nombre y fecha de nacimiento fueron suficientes-, una enfermera, vestida con un traje de protección anti COVID, me indicó que me quitara la mascarilla, y, casi sin darme tiempo, me introdujo, primero, un bastoncillo en la garganta para obtener una muestra, y, a continuación, otro más para frotar en lo más profundo de mi nariz, que posteriormente colocó en tubos de ensayo, y que se apresuró en cerrar herméticamente, etiquetándolos con la fecha y hora actual, junto con las iniciales ALI98.
Después de saber el resultado - negativo -, me dispuse a dar el siguiente paso: El ingreso hospitalario.
Tras identificarme de nuevo, y proceder a mi registro, una amable señorita me sirvió de guía por las instalaciones, al tiempo que no paraba de darme más y más explicaciones.
quinta planta, la voz sonora del ascensor, previamente grabada, nos informó del destino final.
Esta es su habitación, la 550, me indicó, mientras nos despedíamos.
Un vistazo rápido me bastó para reconocer la habitación: Una cama articulada debajo de una barra de luz fluorescente; un sofá relax y otro butacón más grande, que escondía en su interior una cama plegable; Un armario empotrado, con 3 o 4 perchas vacías, y un par de cajones, vacíos también; Un escueto baño, adaptado para discapacitados, con una pequeña ducha, acorralada en una de sus esquinas por dos mamparas semi traslúcidas.
Me acerqué a la ventana, y, al accionar el botón de la pared, la persiana empezó a subir despacio, dejando ver el exterior.
Al mirar abajo, no tardé en reconocer la entrada del propio edificio, y la gran avenida que me había llevado hasta él. Al frente, un edificio con unos ventanales exageradamente amplios, que dejaban ver su desnudez interior, y, al fondo, una especie de cordillera montañosa, de tonalidades ocres y verdes, coronada por varias decenas de molinos de viento, todos con su lucecita de advertencia parpadeante, intermitente, de color rojo.
Al ser domingo por la tarde, la avenida estaba semi desierta, sin apenas coches esperando en los semáforos.
Rebusqué un poco en el equipaje, hasta dar con mi pijama, que no tardé ni treinta segundos en terminar de ponerme, y me tumbé en la cama, intentando acomodarme. Había sido un día demasiado intenso, y di gracias porque pronto tocaría a su fin.
Al poco rato apareció una enfermera, muy simpática, ofreciéndome un poco de merienda.
Al cerrar la puerta tras despedirse de ella, intenté, sin éxito, comer algo.
Me coloqué mis auriculares para escuchar un poco de música relajante, hasta que, una media hora después, la alarma del móvil sonó, advirtiéndome que debía tomar la última dosis de medicación. Engullí la pastilla entera, ayudado por un buen sorbo de agua fría, y, a los pocos minutos, acabé durmiéndome, pensando que hasta entonces la cosa no había sido tan dura.
El primer día de ingreso había llegado a su fin.