Querido diario:
Te voy a contar una pequeña historia que me ha sucedido, justo ahora, cuando apenas quedan un par de hojas por arrancar del calendario del 2021.
Llevo unos cuantos días en Serradilla del Arroyo, ese pueblo estival donde habita el milano cuyo vuelo te describí hace ya algunos meses.
En verano ya te conté que lo que más llama la atención de este pueblo es su silencio, que, ahora, en invierno, resulta aún más impactante, sobre todo en el amanecer, huérfano del trinar de los pájaros, o al recorrer sus calles desiertas de gente, donde la escueta decoración de un par de casas delata las fechas en las que nos encontramos.
Si, es Navidad, aunque no lo parezca.
Y eso que este año pintaba mejor, después del anterior, engullido por el agujero negro que supuso para todos nosotros esa lacra del COVID-19.
Si me lo llegan a decir algunos meses antes, en plena “euforia vacunal”, no lo hubiese creido.
Pero llegó la enésima ola, y, como un tsunami, ha arrasado, nuevamente, con todas nuestras ilusiones, que ya casi se pierden en el olvido.
Sobre todo, la de reunirnos con nuestros seres más queridos, en especial con los más pequeños y mayores, los unos por esa sensación de “me lo he perdido y ya no volverá a pasar”, y los otros porque sienten en sus espaldas el peso de esta insoportable lacra, mezcla de temor y responsabilidad.
Con esa sensación de vacío, de mal sabor de boca, de haber sido timado y privado de la magia de la Navidad, transcurrió el viaje en coche de algo más de 500 kilómetros.
Como bienvenida, una fina lluvia, empapando con sus minúsculas gotitas el parabrisas del coche, me hizo recordar, por unos instantes, el sirimiri de épocas pasadas de mi infancia, cuando, montados en el Renault 4L de mis padres, zigzagueábamos por las curvas de la carretera del puerto de Velate, en medio de una densa capa de niebla, recorriendo los entonces interminables 60 kilómetros hasta llegar al caserío de Sumbilla, donde nació mi madre.
Los caminos, secos y polvorientos en verano, están ahora cubiertos por una fina alfombra de hierba, mullidita, de color verde claro, muy intenso, que, al pisarla, provoca una sensación muy agradable.
El calor sofocante también ha desaparecido, y el Sol, cuando está en lo más alto, apenas provoca un leve cosquilleo al rozarte con sus rayos la piel.
Los paseos matutinos, acompañado tan solo por mi sombra, y, ocasionalmente, por Lua, esa perrita que conocí este verano, se han vuelto ahora imposibles, en parte por la oscuridad y en parte por la humedad que envuelve el ambiente, de modo que han sido sustituidos por los vespertinos, en ese momento en el que el Sol, altivo, se resiste a dejarse caer, lenta y pausadamente, por el tobogán que forma la bóveda del cielo, para irse a dormir y dejar que la Luna, con su tímido brillo, vuelva a ser la protagonista indiscutible de la noche.
El principal inconveniente de estos paseos está siendo Parki,que, a esas horas, suele manifestarse en forma de incómodos bloqueos en mi pierna derecha. Eso que los expertos llaman “fase OFF”, y que si no eres un parkinsoniano nunca podrás llegar a entender su verdadero significado.
En mi caso, lo he comprobado personalmente, se produce justamente en el momento de mi toma de levodopa de las cuatro y media de la tarde.
Eso, que antes era una suposición, lo he confirmado estos días.
Hace dos días, aprovechando que había dejado de llover, nos pusimos las botas de monte, empuñamos los bastones y empezamos a recorrer un camino que yo ya había descubierto en mis exploraciones matutinas del verano, y que al finalizar se bifurcaba en otros dos.
Al llegar a mi Finisterre particular, Marian, en lugar de encarar hacía la izquierda para volver al pueblo, me preguntó que tal me encontraba y si quería continuar por el de la derecha. Ella es la que primero tantea el terreno para que yo pueda pisar seguro, o la que me presta su nariz cuando me oye que intento oler el entorno, intentando adivinar las distintas fragancias.
Envalentonado, hundí los bastones en la tierra y me impulsé dando una gran zancada, dejándola detrás, a modo de respuesta.
Pero, después de haber recorrido más o menos la mitad de la distancia, una especie de reloj imaginario empezó a resonar en mi cabeza, y, como a Cenicienta cuando sonaban las doce, a cada clonnn, se deshizo mi hechizo.
Lo primero que notas cuando empieza el bloqueo es que los dedos del pie intentan, como si fuesen jugadores de rugby, apilarse, unos encima de otros, abalanzándose repentinamente sobre el dedo pulgar, como si él tuviese la pelota, atendiendo a la orden que mi cerebro les da de manera errónea. Después, de una forma casi instantánea, una especie de rayo paralizante recorre toda tu pierna, hasta que, sin poder evitarlo, el movimiento, rítmico y pausado de tu marcha, se detiene sin contemplaciones.
Puedes intentar seguir unos metros, aguantando el dolor, pero entonces el pie es el que se amotina y se retuerce hacia adentro, aumentando exponencialmente las posibilidades de acabar con el honor y la honra por los suelos.
Por más que lo intentaba, desesperado, el Koji Kabuto que habita en mi cerebro fue incapaz de mover la palanca correcta que hiciera reaccionar, de una vez por todas, al Mazinger-Z de mi cuerpo, magullado y deteriorado por el esfuerzo de la batalla, en forma de caminata.
Nada de lo que pruebas, de los remedios convencionales, sirve.
Ni la respiración pausada, ni los estiramientos, ni el elevar tus plegarias, intentado invocar a los dioses para que te concedan los poderes milagrosos de esa sustancia, la dopamina, que cada vez es más escasa en mi cuerpo, funciona
Medio en broma, para quitar hierro al asunto, empecé a rebuscar en mi bolsillo el blister de pastillas, mientras Marian me miraba diciéndome que dejase de hacer el tonto, que no tenía ni pizca de gracia.
Nada, no había manera de dar con ellas, en ninguno de los bolsillos de mi pantalón de monte estaba. O lo había perdido, o, lo más preocupante, me lo había olvidado.
Marian rebuscó entre sus bolsillos, pero tampoco encontró ninguna pastilla. Entonces me acordé de las decenas y decenas de veces que me las había reclamado, sin éxito, una y otra vez.
Empezamos a barajar las alternativas. Lo más fácil: Llamar por teléfono a un conocido y que nos viniese a buscar.
No, no quería depender de nadie, así que respiré hondo, y al soltar todo el aire empecé a moverme, intentando no pararme, mientras Marian me seguía, preocupada.
Renqueando, casi arrastrándome, conseguimos llegar al pueblo, que, al ser pequeño, no tenía farmacia, ni nadie mayor al que acercarnos para pedirle algo de levodopa, así que con el último hilo de fuerza que me quedaba, entramos en la cafetería del hotel.
Me desplomé en una butaca, mientras Marian pedía dos cafes descafeinados con leche.
No, no me voy a rendir, pensé. No.
Mientras Marian pagaba, apuré, de un solo sorbo, aquel brebaje que sabía a rayos, para después incorporarme de un salto, pillando a mi cuerpo desprevenido.
El calor del licor, abrasando mi garganta, y la conversación de Marian intentando tranquilizarme hicieron que recorrieramos un kilómetro sin parar, hasta que, en mitad de la carretera, otro bloqueo me frenó de golpe.
Recordé que al comienzo, cuando los bloqueos eran menos intensos, podía caminar marcha atrás, así que me puse a ello, viendo como nos alejábamos del pueblo. Diez pasos, veinte.. Giro, sensación de alivio y de desbloqueo en la pierna. Otra decena de pasos recorridos sin problemas, intento de bloqueo, vuelta a girar…
Sin sensaciones en el gemelo de la pierna, que se había convertido en una especie de tronco de madera inerte, empecé a dar zapatazos en el suelo, como cuando vas a marcha ligera en la mili, y empecé, no se muy bien porqué, a tararear una melodía, la del puente sobre el rio kwai, o, si lo prefieres, la canción que entonaba milikito al recorrer los caminos, siguiendo su famosa raya blanca:
Tara, tarataratataaaa. Tara, taratarata, taratarata, tarata, taraaaa.
Marian, sonriendo y sin poderlo creer, encendió su móvil, la buscó en YouTube, y se puso a imitarme, al tiempo que la reproducía y subía el volumen.
Cuando la canción terminó, buscamos otra canción, y después… otra más, todas con ritmo marcial, resonando a todo trapo, acompasándolas con los zapatazos, rompiendo ese silencio sepulcral.
Y cuando eso ya no sirvió… la rabia me hizo empezar a correr, a toda pastilla, liberado, hasta quedarme sin aliento.
No me atreví a mirar para atrás.
Tampoco estoy seguro de que Marian, a lo lejos, interpretara el papel de Jenny y me gritara eso de “Corre, Forrest, Corre”…, pero te aseguro, querido diario, que me sentí como él mismo al romper los hierros que le aprisionaban, liberándome de mis ataduras, al correr sin freno.
Sin parar, dejando atrás mi bloqueo, mi puente sobre el rio Kwai.
…Tara, tarataratataaaa…