Esta tarde he ido a visitar a mis padres, y al salir, ya volviendo para mi casa, al torcer una de las esquinas de uno de los edificios, he visto, a lo lejos, una figura que me ha parecido familiar.
Conforme me iba acercando, la silueta se hacía cada vez más y más conocida, hasta que no he tenido la más mínima duda: Era mi sobrino Ibai, del que alguna vez he hablado, o más bien, escrito.
Iba caminando, apresurado, al encuentro con sus amigos de cuadrilla.
Ya ha crecido tanto, que casi no he podido reconocerlo.
Para mi siempre será Ibaitxu, ese renacuajo que se afanaba por llamar la atención de su tío, mientras correteaba por cada rincón de la casa, primero gateando de rodillas, y después, ya erguido, haciendo que el sonido de sus pasos resuene en mis oidos para siempre, mientras acaricia con dulzura mi corazón.
Sin dudarlo he empezado a llamarlo a gritos, primero tímidamente, después con firmeza, hasta que al fin se ha girado hacía mí, con su rostro iluminado al reconocerme.
Siempre me da un abrazo y me dice “tioooo”cada vez que me ve, y esta vez no iba a ser para menos.
Normalmente, en su mirada, siempre encuentro ese brillo de esperanza y de juventud que todos tenemos a su edad, los catorce, cuando tienes toda la vida por delante.
Pero esta vez no.
Esta vez su mirada reflejaba la tristeza de la pérdida de su bisabuela por parte de padre, Mercedes, que yo siempre he confundido de nombre y llamaba Victoria, probablemente porque es y será una de las personas más alegres y con ganas de comerse el mundo que he conocido, a la que le han faltado tan sólo unos días para cumplir 98 años.
Al ver a Ibai no he podido dejar de verme reflejado en él, cuando recibí la noticia de la muerte de mi abuela Lucía, aquella mañana en la que un timbrazo me despertó, y me sacó de mi sueño.
Al oir a mi madre contestar al telefonillo, y decir “¿ya?”, algo en mi interior, un instinto, me dijo que había llegado su final, y me hizo esconder la cabeza debajo de la almohada mientras mis ojos se llenaban de lágrimas, que todavía hoy salen a borbotones al recordar aquel momento, mientras de mi garganta se escapaba ¡no, abuelita!
No he podido resistirme.
Le he dado un achuchón, de esos reconfortantes, que casi están prohibidos por esta maldita pandemia del COVID que nos ha tocado vivir, al tiempo que le he dicho que ha sido y es muy afortunado, porque ha tenido bisabuela, y porque aún puede disfrutar de todos sus abuelos.
Hemos seguido caminando juntos, en silencio, hasta que llegar a la altura de un grupo de adolescentes, entre los que he reconocido a alguno de sus amigos.
E Ibai, sin importarle un carajo lo que digan sus amigos, o más bien sus hormonas, me ha vuelto a abrazar y a darme un beso.
Haciéndome olvidar, y mandar, yo también, a la porra, aquella mañana fría, de hace ya 5 años, en la que comencé mi andadura como parkinsoniano.
Ibai, Ibaitxu, te quiero mucho.