Hacía tiempo que no caminaba, o, mejor dicho, trotaba por el monte, cual corcel, libre, salvaje y desbocado.
Entre una cosa y otra, entre dimes y diretes, ha sido un verano un poco diferente a los vividos en los últimos años, con más dolores físicos y, sobre todo, del alma, de los que me hubiera deseado padecer.
Eso, unido a los últimos atascos que mi pierna derecha me empieza a tener acostumbrado, fallando cuando mi depósito de dopamina se agota hasta casi llegar a la reserva, ha hecho que me vuelva más perezoso de lo que me hubiera gustado.
Con todo, andar me cuesta horrores, así que cuando ha surgido la oportunidad de acercame de nuevo al monte, lo primero que ha pasado por mi mente es esa señal enorme de stop que todos nos ponemos delante, a modo de defensa, al enfrentarnos a un nuevo reto, y que nos hace pensar: ¡Uffff, que difícil lo tengo!
Pero después, cómo casi siempre hago, he recapacitado.
He intentado buscar en mí esa fuerza interior que me hace seguir, sí o sí.
De arrear para adelante, de impulsarme con fuerza hasta dar un enorme salto.
De ver en la oscuridad ese primer rayito de luz de Sol, cálido y reconfortante, que todos esperamos que nos bañe la cara al llegar el amanecer, después de una noche larga y eterna, en medio de la tempestad.
Esta vez lo he encontrado en una mirada, y también en unas palabras de una de mis compañeras parkinsonianas, Mª Jesús, reclutada, no hace mucho, en el grupo de apoyo psicológico de la asociación ANAPAR, del que algunas veces he hablado, y del que tuvimos su inicio de nuevo curso este pasado miércoles, hace apenas unos días.
En su mirada, porque, sin ella saberlo, dejó escapar de su interior un torrente de ilusión, tan anhelado y deseado hace tanto tiempo por ella, surgido espontáneamente al contarnos lo que había sentido al acercarse por primera vez a una clase de yoga, y en el que yo, inevitablemente, me ví reflejado, recordándome la paz que sentí en su día, hace ya ni sé cuantos años.
Y también en sus palabras, al salir de clase, cuando, hablando de manera ya más relajada y en “petit comité”, se dirigió hacía mí, con su tímido hilillo de voz, diciéndome que yo le servía como ejemplo y le daba fuerzas.
Si, he vuelto a caminar por el monte.
Y sí, he dado un paso, y después otro, y otro, y otro, y otro más, hasta que eran tantos, que he dejado de contarlos.
Y he podido disfrutar como siempre, subiendo como a mí me gusta, a buen ritmo.
Sin pensar en los pasos que quedan en mis pies y que me quedan por dar.
Desentumeciéndome, sacándome de un plumazo la herrumbre del óxido de mis articulaciones.
Oxigenando mi mente, llenando de aire puro mis pulmones y regalándome los oidos con el ruidoso silencio de la Naturaleza.
Han pasado unas cuantas horas de mi visita al monte.
Y ahora, mientras escribo y revivo cada uno de los segundos de mi paseo, parki me castiga con su látigo, agitando mi lado derecho y haciendo que no pare de temblar, dificultándome el poder expresar mis emociones en palabras.
Pero, francamente, ahora mismo, me importa un pimiento.
Porque hoy he vuelto a trotar por el monte.
Y porque hoy me ha iluminado ese rayito, lleno de luz, y sobre todo, de esperanza.