Erase una vez, una vez que se era, una niñita llamada Elma.
Elma tenía apenas siete años, y, aunque era un poco menuda para su edad, lo suplía con creces con el arte y salero que desprendía al hablar.
Le gustaba acurrucarse en los brazos de Jenny, su mamá, viendo la televisión recostadas en el sofá, y hacer rabiar a su hermana mayor Leonor, mientras esperaban a que Juan, su papá, llegara de trabajar.
Un día Juan se presentó antes de tiempo y le dijo a Jenny:
Y sin tiempo para que Jenny dijese nada, Elma, abriendo esos ojos que tiene en forma de almendras, preguntó, asombrada:
Y Juan, le respondió:
Elma y Leonor no pudieron reprimir su alegría.
Saltaron y saltaron por toda la casa, hasta que Jenny les apremió a que hicieran sus maletas.
Tardaron poco más de una hora en montarse en el coche, tan rápido que casi se dejan olvidada a Lúa, su perrita de aguas.
Cuando ya por fin se aseguraron de que no faltaba nadie, Juan apretó el acelerador y el coche empezó a moverse con rapidez.
Durante todo el viaje Elma, incansable, no paró de hacerle preguntas a su madre, que respondía una y otra vez.
Mientras, Leo, no podía dejar de mirar por la ventanilla, admirada por los colores que pasaban delante de sus ojos, a toda velocidad, y Lúa dormía a sus pies, ajena de todo.
Después de unas cuantas horas, que a Elma le parecieron una eternidad, por fin consiguieron divisar en la lejanía las montañas de las tierras de Salamanca, que vieron nacer a su bisabuelo Segismundo.
Elma, impaciente, saltó del coche, apenas su madre la desató su cinturón, y corrió como un rayo hasta abrazarse a su amatxi Mariam, que le estaba esperando en la puerta, sonriente.
Mientras los demás descargaban el coche, Juan le dijo a Elma:
Y Elma, encogiéndose de hombros, le respondió, con ese salero que tiene:
Y todos rieron, fueron felices y comieron perdices.