Todo pueblo tiene su milano

27 jul 2020 · 5 mins

Querido diario.

Si, soy yo de nuevo.

Normalmente te escribo sentado ante el teclado de mi ordenador de sobremesa, en esa habitación-leonera que tengo dedicada a la tecnología en casa, con sus cachivaches y esa máquina recreativa que hace ya unos años rescaté del olvido, pero esta vez no es así.

Esta vez te escribo cumpliendo un lejano sueño de juventud, delante de un portátil, al aire libre y alejado muchos kilómetros de mi ordenador de sobremesa.

No es el mismo portátil (o, mejor dicho, portable) de la marca Amstrad con el que babeaba hace ya más de 30 años, y que devoraba con mis ojos al verlo impreso en aquella revista de informática, con su pantalla LCD color verdoso, su flamante disquetera de 3 pulgadas y media de 720KBytes, o su modem superveloz de 2400 baudios, ni yo tengo la misma habilidad en mis dedos, pero puede valer.

Amstrad PPC512

En su lugar, me han dejado prestado (sospecho que deliberadamente), un portátil ultraplano y mega moderno, fíjate tú, propiedad de la empresa en la que trabajo, y en el que te estoy escribiendo, sentado al aire libre, sin más acompañamiento que el sonido de la propia Naturaleza, interrumpido por el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado, envuelto en el manto verde de los árboles, en su mayor parte encinas, que de vez en cuando dejan entrever las tonalidades marrones de la tierra arcillosa sobre la que firmemente se asientan.

Sobre el cielo surcan, veloces, todo tipo de pájaros.

Aves que he ido aprendiendo a reconocer por el sonido de sus gargantas.

En primera fila están los gorriones, con su traje marrón y su chillón piar, que les hacen parecer la más golfilla de las especies aladas.

En segunda las golondrinas, con su volar picado y veloz sobre el borde de los tejados, intentando encontrar un nido donde criar a su prole.

También hay aviones y vencejos, que surcan raudos el cielo, intentado atrapar con sus picos todo tipo de insectos, para, de esa manera, aplacar la insaciable hambre de sus buches.

Si miro más hacia arriba puedo distinguir a una bandada de abejarucos, con su sonido tan hermoso y particular, planeando sobre el cielo, con el reflejo, brillante y azulado, de su cuerpo, al impactar sobre él los rayos de Sol.

Y, mucho más arriba, casi forzando la vista, aparecen varios buitres, con su cabeza rapada, y su volar pausado, intentando escudriñar desde lo alto algún cadáver que llevarse a la boca (o, mejor dicho, al pico).

De repente, casi sin darme cuenta, aparece en escena él, sigiloso.

Con su vuelo majestuoso. Circular y pausado, como diciendo, aquí estoy yo. Vigilándote.

Si, es él. Es un milano.

Para mí es un ave especial, y más en esa tierra, tan cercana a la que vio nacer a mi padre.

Es curioso, porque en todos los sitios en los que he estado, en todos, siempre he encontrado uno.

Y tú, si te fijas con cuidado, seguramente en tu pueblo, e, incluso, en tu ciudad, encuentres uno, guardando el lugar.

Porque todo pueblo tiene su milano.

Todo pueblo tiene su milano

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