Ayer, después de más de 40 días de confinamiento por el dichoso coronavirus, pudimos dar, por fin, un paseo en condiciones.
Sobre las siete de la mañana nos adentramos en un parque que hay al lado de casa, y lo primero que me sorprendió es la frondosidad y el color de la vegetación.
Fue un poco chocante.
La última vez fue a mediados de marzo, cuando apenas despuntaba la primavera y el paisaje se teñía de una mezcla de colores grises y verdes muy tímidos, y los árboles prácticamente no tenían hojas, todavía aletargados por el invierno.
Sin embargo, ahora la hierba crecía exuberante, descontrolada y desordenada, sin el cuidado de los jardineros, un poco como nuestros pelos después de tanto tiempo sin pasar por el peluquero.
Tuve una mezcla de sentimientos.
Alegría por volver otra vez a la naturaleza.
Pero también, un poco de tristeza y melancolía, porque nos habían robado el mes de abril, cómo diría Joaquín Sabina, encerrados en casa prácticamente todo el día.
Pensé en la gente que el puñetero virus se había llevado por delante, y que ya, nunca más, volvería a tener un mes de abril.
O en mis padres, encerrados en casa sin entender muy bien el porqué, y a los que la luz y el ejercicio les llena de vida.
O en mis sobrinos, que ya nunca más tendrán su final de primer curso de instituto, al acabar las clases de esta manera tan inusitada.
O en mí, un poco de manera egoísta, que ya nunca más podré sentir en mi nariz el aroma de las flores recién nacidas.
Afortunadamente, el trinar de los pájaros me sacó de mis pensamientos, recordándome que la vida renace cada primavera.
Que habrá más abriles en nuestras vidas.
Y que ya nadie, nunca más, podrá robárnoslos.