Hoy no es un día cualquiera.
Hoy es el día de la madre.
O, mejor dicho, mamá. Como a mí me gusta llamarte.
Este año no quiero regalarte ningún perfume.
Tampoco ningún pañuelo, de esos de tacto suave, que tanto te gustan y que protegen tu cuello del frío.
Ni ningún tipo de flor, ni ninguna de esas figuritas horribles que te regalaba de pequeño, juntando los ahorros de mi hucha en forma de balón de fútbol, y que todavía sobrevive en mi antigua habitación.
Hoy quiero regalarte esta carta para que la leas.
Hace unos años tuviste un infarto ocular en uno de tus ojos, y en lugar de hundirte como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros, no lo hiciste.
Tampoco perdiste los nervios cuando fueron pasando los meses sin apenas mejoría, ni cuando te operaron de cataratas del otro ojo, y la operación no salió tan bien como esperábamos, llenando tu mundo de oscuridad.
En lugar de eso, te armaste de valor y de paciencia, y empezaste a leer “El Lazarillo de Tormes” (entiéndase la ironía), para agudizar tu vista, superando la barrera de no haber ido apenas a la escuela de Sumbilla, en los años 40.
Y me sentí orgulloso de ti.
Seguiste leyendo y leyendo, hasta que, por fin, acabaste tu primer libro.
Y me sentí orgulloso de ti.
Me sorprendiste cuando, en una de mis llamadas rutinarias, papá me dijo que habías estado rebuscando entre mis cosas, hasta encontrar la biografía del que él bautizó graciosamente como Joaquín “Sardina”.
Y me sentí orgulloso de ti.
Acabaste tu segundo libro.
Y me sentí orgulloso de ti.
Después llegó tu tercer libro, “Secuestrado”, de Robert Louis Stevenson.
Y me sentí orgulloso de ti.
Hoy quiero que leas estas líneas escritas por mí, para decírtelo.
Estoy orgulloso de ti.