El número diecinueve

22 mar 2020 · 6 mins

Ha pasado ya una semana, toda una eternidad, desde que empezó nuestro auto encierro y se nota en el ambiente y en el ánimo de cada uno de nosotros.

Esta mañana me ha podido la incertidumbre, la morriña o como demonios quieras llamarlo, así que aprovechando que tenía que ir a comprar el pan y sacar algo de dinero para tener en metálico, me he acercado al portal que me vio crecer desde renacuajo, y donde, afortunadamente, siguen viviendo mis ancianos padres.

Seguramente ya lo habrás adivinado.

Sí, es el número diecinueve, un portal de la calle Lerín, la calle que me vio crecer desde renacuajo.

Conforme iba recorriendo los pocos metros que me separaban de mí destino el panorama era desolador.

Gente haciendo cola en las carnicerías, en la farmacia, en las panaderías, en los supermercados, en el banco… intentando evitar el contacto físico.

Y gente callada, intentando también evitar el contacto verbal, en medio de un silencio sepulcral.

Al llegar a la calle Lerín, tan desierta, no he podido dejar de recordar mi infancia.

Ya no está la zapatería “del zapatero”, ni aquel seiscientos que tapaba el hueco de la bajera de su dueño, en el que nos agazapábamos de renacuajos, intentando escondernos, jugando al “esconderite”, aquel juego en el que participábamos todos los críos de la calle.

Tampoco están los montones de arena al final de la calle, que me dejaron como recuerdo unas bonitas cicatrices en mis castigadas rodillas.

Ni tampoco el sonido del acordeón de Iñaki Vizkay saliendo por su ventana, con vistas al mismo patio que el de mi antigua habitación, afanándose para aprender a tocarlo.

Poco a poco he ido divisando el portal, el número diecinueve, con la esperanza de ver a mi padre regando las macetas llenas de fresas en el balcón, o a mí madre asomada a la ventana, como tantas veces los he visto a lo largo de mi vida.

Pero ahora el portal está muy cambiado, ya no es lo que era.

Está lleno de huequitos, ventanas vacías en las que ya no vive nadie, por las que antes se asomaba la vida en forma de voces y risas infantiles.

Y, aunque algunas de esas ventanas en realidad se han ido llenando de otras gentes, para mí ya no es lo mismo, porque están vacías de sus primeros habitantes.

Mis padres ya son ancianos, y aunque el peso de la vida se nota en ellos cada vez más, castigándolos con achaques y enfermedades, intentan cuidarse el uno al otro.

Mi padre nació el mismo año que la fatídica guerra, en 1936, y mi madre seis años más tarde, así que tienen incrustados en su ADN los genes de la supervivencia, como tantas otras gentes.

El hambre y las penurias les privaron de su niñez, y ahora esta situación les está privando de su anhelada libertad y de sus paseos matutinos, que, ya de por sí, iban siendo más cortos y espaciados en el tiempo.

Procurando no tocar nada, he abierto el portal con la llave que aún conservo, y he recorrido el interior del portal, casi sin respirar, hasta llegar al ascensor.

Ya no se oye discutir a las hermanas del primero, intentando echarse la culpa la una a la otra por alguna travesura que han hecho.

Ni a la tropa que vivía en el segundo A en tan pocos metros cuadrados.

Tampoco huele al cocido de la vecina del quinto que me habría el apetito los sábados por la mañana.

Ni se oyen las voces de las vecinas del sexto, asomadas a la ventana del patio, interesándose la una por la otra, o bajando la voz, intentando hablar en bajito para contarse algún chascarrillo.

Por no estar, no está ni aquel ascensor ruidoso y lento que me subía a casa cada día después de venir del cole.

En silencio, he abierto la puerta y me he quedado en su quicio, esperando a que me vieran.

Manteniendo las distancias, para evitar cualquier problema.

Sin pisar el suelo de la casa en la que tantos años he vivido.

Ellos, incrédulos, han tardado unos segundos en reaccionar.

Entonces, como tantas otras veces, mi padre me ha sorprendido con su instinto protector.

Como tantas otras veces, ha pensado más en nosotros que en ellos, advirtiéndome que no me acercara, por si tenían el coronavirus y me lo podían contagiar.

Entonces me he sentido, sálvense las distancias, como Ben-Hur cuando encuentra a su madre y a su hermana, en la ciudad de los leprosos.

Impotente, por no poder abrazarlos.

Impotente, por no poder besarlos.

Acordándome de las veces que reusé el hacerlo, cegado por el orgullo de mis hormonas adolescentes.

Después de asegurarme que estaban bien y que no les faltaba de nada, he cerrado la puerta, con cuidado.

Sin poder evitar el nudo en mi garganta.

Sin poder evitar el derramar una lágrima.

 

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