Todavía no ha amanecido.
La mezcla explosiva, a partes iguales, de medicación, insomnio y pensamientos, ha terminado de expulsarme a patadas de la cama, tan mullidita como estaba.
Somnoliento, arrastro mis pies hacia la ventana y la entreabro, ansioso por respirar una bocanada de aire fresco, que libere mi atribulado cerebro del yugo de su carga.
En mi cara se dibuja una sonrisa, casi sin poder evitarlo, al llegar a mis oídos el sonido aflautado del canto de uno de mis queridos vecinos, el mirlo, que cada mañana se asoma al jardín de debajo de mi casa.
Me concentro más en su canto, y descubro que le acompañan de coro otros pajaritos lejanos, haciendo que una sensación agradable me invada y recorra todo mi cuerpo.
Todavía no lo he dicho, pero vivo en esa calle tan larga como su nombre, Jose María Jimeno Jurío, seguro que ya la conoces, en los límites de mi querido pueblo, Ansoain.
De profesión, aporreo las teclas de mi ordenador hasta conseguir desarrollar programas informáticos, y, de afición, aprendiz de escritor y de subidor de montañas.
Estos días, como tú, apenas salgo de casa.
No tengo perro al que arrastrar a la calle tirando de su correa, así que sólo bajo cuando tengo que comprar algo para llevarme a la boca, o, si la fortuna me sonríe y me elije el feliz porteador de la bolsa de la basura.
Cuando lo hago me siento un poco como Charlton Heston en esa película viejuna de 1971, titulada “El último hombre vivo”, porque el paisaje es desolador y se nota el miedo en el ambiente. Te aferras con fuerza a tu bolsa de basura, o a la barra de pan recién comprada, como si fueran ese crucifijo anti-vampiros que te librará del mordisco fatal, e intentas volver al refugio de tu casa lo antes posible.
No sé si tú te sentirás igual, pero es como si hubiesen pasado los jinetes del apocalipsis y la humanidad hubiera desaparecido de la faz de la tierra, de un plumazo.
Afortunadamente mi casa hace chaflán. Y en ese chaflán tengo un balconcito, minúsculo, muy pequeño, de apenas metro y medio de superficie.
Durante años lo desprecié y desaproveché.
Vilmente, sin motivo aparente.
Seguramente fuese por el poco sitio que ocupaba en proporción con el resto de la vivienda. O la poca seguridad que me daban sus barandillas. O la sensación de “no intimidad” que daban sus paredes, en forma de cristaleras trasparentes… Realmente, no lo sé.
Sin saber muy bien cómo, hemos conseguido colocar en él una mesita de cristal y dos butaquitas negras, de esas de jardín, de genuino “plástico-mimbre”, aprovechando cada centímetro de su superficie.
El primer día “oficial” del encierro, el domingo, lo inauguramos en casa, tomando un vermú ligero, al calor del sol de invierno.
Poco a poco, con el paso de los días, se ha ido convirtiendo en el pequeño paraíso al que escapar de este auto encierro al que nos han (o hemos) sometido.
A veces, cuando el tiempo está un poco revuelto, o, simplemente nos cansamos de estar sentados, quitamos las butacas y la mesita, y extendemos una esterilla, haciendo que, de un plumazo, se convierta en la mejor de las playas del caribe.
Además, he descubierto que tiene unas vistas preciosas.
Sí, desde él se atisba la solitaria calle.
Pero también las lejanas y, de momento, inaccesibles montañas.
Y, sin dudarlo, lo que más me gusta, las ventanas de mi pueblo.
Al principio estas ventanas estaban desiertas, inertes, sin vida. Como si la gente tuviese miedo hasta de respirar el aire.
Afortunadamente, con el paso de los días, se han ido llenando de gentes que, tímidamente, han ido perdiendo sus vergüenzas.
Que expresan sus sentimientos, con aplausos de agradecimiento y caceroladas de rabia.
Que tararean canciones de ánimo, para endulzar el mañana.
Primero eran (o éramos) gente de mediana edad, a la que fueron sumándose los más mayores.
Finalmente, como las ramas nuevas de un árbol que lucha por sobrevivir, verdes y vigorosas, se han ido sumando los niños, llenando con sus risas el sepulcral silencio.
Esos niños que a veces nos sacan de quicio, haciéndonos olvidar que una vez nosotros mismos lo fuimos.
Pero que también nos llenan de vida, y que hacen, casi sin quererlo, que perdamos el miedo.
Tenemos que perder el miedo y reponernos a todo esto.
Lo tenemos que hacer por nosotros, pero también por ellos, los niños.
Esta plaga, pandemia o como demonios quieras llamarla se ha cebado en los más mayores, pero si piensas un poco, también, injustamente, en los más pequeños, demonizándolos.
Un niño necesita libertad, salir a la calle, oxigenarse y crecer libre, sin ataduras. Crecer como lo hicimos nosotros.
Perdamos el miedo, sólo así venceremos.