Sentimientos silenciosos

20 dic 2019 · 4 mins

Hace un par de días que tuvimos una nueva sesión del grupo de terapia de jóvenes parkinsonianos, la última del año.

Nuestro grupo ha crecido este curso hasta duplicarse, de manera que ahora somos seis “jóvenes”, o, mejor dicho, siete, si contamos con Isabel, nuestra psicóloga de cabecera.

Isabel siempre viene con alguna idea en su inquieta mente, en forma de folios grapados, sobados y subrayados hasta la última de las líneas, llenos de anotaciones manuscritas, dispuesta a contagiarnos con su entusiasmo, obsequiándonos con una sonrisa de oreja a oreja, y dirigiéndonos esa mirada brillante que desprenden sus ojos, y que delatan el cariño con el que vive su profesión.

Esta vez nos habló del silencio, de lo importante que es, tanto para nuestro yo físico, ese que se nos ve desde fuera, como para el yo interior, ese que solemos reservar para nosotros mismos y que normalmente muy poca gente conoce.

El silencio hacer regenerar las neuronas, pero también hace que evolucionemos interiormente.

Es curioso cómo a veces algo se alinea en este Universo del Caos, porque llevaba unos días, casualidades de la vida, pensando en mis silencios, o, más en concreto, en los sentimientos que provocan en mí esos silencios, en mis “sentimientos silenciosos”

Por ejemplo, el sentimiento de desazón que produce en mí lo silencioso que había dejado este diario, huérfano de mis palabras, sin terminar de plasmar en él todo lo que me ha sucedido desde la última entrada, hace ya unos cuantos meses.

En este tiempo me he dedicado a llenar huequitos faltantes de mí, pero también a viajar, a conquistar la cima de alguna que otra montaña y a visitar lugares con historia.

Siempre he sido “muy de tocar piedra”, y, en las pocas ocasiones que había viajado, siempre acababa perdiéndome del grupo, acariciando alguna pared semiderruida de algún edificio histórico, pensando que alguien, en un tiempo lejano, había tenido también la misma ocurrencia pizpireta que yo.

Pero esta vez también me he dedicado a coleccionar “sentimientos silenciosos”.

Por ejemplo, el sentimiento de vacío y de inmensidad, de “somos un puntito en el Universo”, que provocó en mí el silencio de aquella noche de verano, oscura y preñada de estrellas, en un pueblito serrano, perdido en medido de Salamanca, donde ni los pájaros osaban a romperlo con su trinar.

O el de paz, provocado por el zumbido lleno de energía que desprendía el silencio sepulcral de aquella catacumba romana de Mérida, semi enterrada por la historia, o en la capilla de aquella otra iglesia del Camino de Santiago.

O el de superación, al escuchar en silencio los latidos de mi corazón, sentando en la cima de aquella montaña de Jaca, con aquel viento acariciando mis oídos.

O el de amor y felicidad, al escuchar la caída silenciosa de los copos de nieve, desde lo alto del cielo, hasta caer sobre nuestras cabezas, en medio de un bosque de pino, una mañana sombría de otoño.

O el sonido helado del silencio, al visitar las ruinas de Numancia, donde te acabas imaginando el asedio romano por el que se hizo famosa la ciudad celtíbera.

A veces, en muy pocas ocasiones, hay silencios que provocan en mi tristeza.

Son el silencio del miedo a lo desconocido, el de la timidez, el de soledad, o el de la incomprensión ante una decisión tomada.

Entonces intento escuchar el mejor de mis silencios, mi silencio favorito: El de mi interior.

El silencio de dejar mi mente en blanco hasta conseguir lo imposible: No pensar en nada, y detener, aunque sea sólo unos minutos, el reloj de arena de mi tiempo vital.

Museo Thyssen- Bornemisza


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