Cuando Parki irrumpió en mi vida como un elefante en una cacharrería, hace ya casi cuatro añitos, me advirtieron que iba a perder dos cosas: La sonrisa, y, algo que, sobre todo, llamó mi atención: el sentido del olfato.
De momento la sonrisa sigue dibujada en mi cara.
Afortunadamente, he descubierto que no es todo Parki lo que me rodea.
Que cada día hay algo con lo que celebrar el comienzo de un nuevo día, cuando la alarma del móvil retumba sin piedad en mis oídos, en la semioscuridad del dormitorio, arrancándome de mis sueños y recordándome con crueldad que ya es hora de introducir la primera dosis de Madopar en mi agitado cuerpo, a eso de las seis y media de la mañana.
A pesar de que intenta atizarme y hacerme tambalear, haciendo que mi mano tiemble cada vez más rápido y sin control, cuando menos me lo espero, o invada mi pierna derecha como quien no quiere la cosa, haciendo que se agarrote y también vibre a la misma frecuencia de resonancia.
O que un ligero hormigueo recorra mi cuello hasta alcanzar mi lado izquierdo, hasta ahora terreno neutral y respetado en esta guerra, probablemente más por el fruto del miedo que de la realidad, al materializarse en el presente los fantasmas de mi pasado.
En cambio, del sentido olfato no puedo decir lo mismo.
Al principio me preguntaba incrédulamente como ocurriría: Si iba a ser repentinamente, de un día para otro, o iba a suceder de manera paulatina, hasta que, simplemente esa idea se disipó de mi memoria.
Pero, por fin y mal que me pese, he sido consciente de ello.
Al principio parece que tienes la nariz congestionada, hasta que te das cuenta de que realmente no es así, y que hay algo más.
De que realmente ha sido Parki el que, con sus pérfidas manos, ha retorcido los cables de mi cerebro, haciendo que ya no pueda sentir más ese olor a tierra húmeda recién llovida, que tanto me gusta, o la fragancia penetrante de las flores recién nacidas del vientre de la primavera.
Para mí el olfato es (sí, sigo hablando en presente), una puerta hacia los recuerdos agradables del pasado.
La puerta hacia las mañanas lluviosas de mi infancia, en el caserío donde nació mi madre, sentado en una silla en el balcón del desván, contemplando el color ocre de las montañas cercanas.
O hacia la libertad que da el viento al acariciar tu cara en una tarde fría de invierno.
O hacia la sensación de paz que da el olor a incienso recién quemado.
O al olor a palomitas recién hechas en el microondas, aquella primera vez que vinieron mis sobrinos a dormir a casa.
O, incluso, al respeto que me producían aquellos interminables exámenes de la universidad, cuando era un estudiante temeroso de su incierto futuro.
Todavía la pérdida no es completa.
Todavía el destino me sigue premiando con maravillosos regalos, como el aroma a pelo recién lavado de mi chica.
O con el olor a café y a pan recién horneado, al entrar en una cafetería.
Por eso Parki, no te voy a dejar que disfrutes con tu victoria.
Por eso, cada vez que surja la ocasión, respiraré hondo e inhalaré una buena bocanada de aire por la nariz, recordando aquellos maravillosos momentos.
Y, entonces, sólo entonces, perderé el sentido