Este fin de semana, finalmente, ha ocurrido.
Mis sobrinos han roto ese fino cordón umbilical que separa la infancia de la pubertad.
Sabía que, más pronto que tarde, este maldito momento iba a llegar.
Y que me iba a pillar desprevenido, como al boxeador con la guardia baja, recibiendo un puñetazo certero y mortal en su maltrecho hígado.
Era algo inevitable, sí.
Pero también sé que es ley de vida esa situación por lo que todos y todas, sin excepciones, hemos acabado pasando.
Atrás han quedado aquellos fríos sábados de invierno, guareciendo a Ibai entre mis brazos, calmándolo con el calor de mi cuerpo, para que dejara de llorar.
O dándole el biberón a Nahia, mientras ella me miraba con sus ojos, brillantes y redonditos, que hablaban sin decir palabra, diciéndomelo todo sin decirme nada.
Después aprendieron a parlotear y a comenzar a andar.
Primero ella, como toda mujer, adelantándose a su hermano, y, poco después, él, grabando para siempre en mis oídos el sonido de sus risas y el retumbar de sus zapatitos, resonando sobre el parqué del pasillo de mi casa.
O cuando se montaron en aquella mininoria, los dos juntitos, llenos de la ilusión que da el estrenar una vida recién empezada.
Más tarde llegaron las acampadas veraniegas, debajo de la colcha de la cama, en mi antigua habitación, en casa de mis padres, haciendo volar nuestra imaginación, mientras sacaba disimuladamente mi mano derecha, cuando todavía era firme y Parki no la hacía temblar, fingiendo ser un malvado bicho, que se abalanzaba sobre sus barriguitas y les hacía cosquillas en la tripa, mientras ellos reían sin parar, haciéndome el tío más feliz del mundo.
O aquellas interminables esperas en la cola del parque de mi pueblo-barrio, para conseguir un vaso de chocolate con un puñado de churros, cuando sus fiestas eran todavía las del recuerdo de mi infancia, genuinas y auténticas.
O después, ya más mayores, pasando los fines de semana en mi casa, cuando yo todavía era un tío inexperto que intentaba darles todo el cariño y amor que cabían dentro de su maltrecho corazón.
Probablemente me he ido autoengañando, aferrando con fuerza la venda de mis ojos, intentando evitar que se cayera al suelo, pero finalmente ha pasado.
Poco a poco, como los trozos de hielo de un iceberg, han ido partiendo, solitarios, iniciando el camino hacia ese viaje que todos tuvimos que iniciar en nuestra vida.
Queriendo estar más con los amigos que con la familia.
Olvidando, siempre momentáneamente, quién los tuvo en su regazo y quién los cuidó cuando eran tan sólo unos renacuajos, asustados en la inmensidad de la profunda charca de la vida.
Repitiéndose la historia.
Haciendo que no se pueda evitar lo inevitable, y que lo inevitable ocurra.
Os quiero, siempre seréis mis pequeñitos.
Siempre seré vuestro tío Lulú.