Con eso me basta

26 may 2019 · 3 mins

Por fin, ha llegado el día.

Parece que fue ayer, pero han pasado cinco años ya, desde la anterior reunión con mis compis de cole de la E.G.B.

A lo largo de mi vida he tenido muchos compañeros de viaje estudiantil, pero, probablemente, con ellos, y gracias a ellos, se haya curtido mi alma y mi corazón, y sea lo que realmente soy hoy.

Con el paso del tiempo aprendes a valorar lo que es más importante, y, quizás, rendido por la nostalgia, recuerdas pequeños detalles que se han quedado grabados en lo más hondo de tu corazón.

Ayer, cuando los veía sentados alrededor de la mesa, felices y contentos, disfrutando de la compañía, me fijé, disimuladamente, en todos y cada uno de ellos.

Y, aunque hoy son padres y madres de familia, adultos responsables, no pude evitar ver en ellos a los niños y niñas que llevan en su interior, y que yo tuve el privilegio y el gran honor de conocer.

Tampoco pude evitar acordarme de los que faltaban, sobre todo de aquellos que ya no están físicamente con nosotros, y que, estoy seguro, estuvieron a nuestro lado, felices por el reencuentro.

En aquel entonces, en la era del pleistoceno, uno no se podía ni imaginar lo que era ser adulto, ni que, con el paso del tiempo, iba a tener que vestirse la cota de malla y enfrentarse a su destino, en forma de Parki o del puñetero cáncer, o a la fatalidad de perder a sus seres más queridos.

Nuestra única preocupación era la de que la ficha de uno de los autos de choque se quedase trabada para montarse gratis, escuchando a Rosendo tocando “Pan de Higo” en las fiestas del barrio y fardar un rato de lo bien que conducía delante de sus amigos.

Fui pasando mi vetusta lista mentalmente, ajada y castigada por el tiempo, por riguroso orden alfabético, con sus dos apellidos y nombre, como en su día lo hacían los profesores al comenzar las clases, mientras mi mente volvía al pasado y delante de mí se aparecía aquel niño o niña que fue creciendo conmigo desde parvulitos, levantando su mano y diciendo “presente”.

De vez en cuando alguien me interrumpía y me miraba directamente a los ojos, brillantes por la emoción, y me daba las gracias en forma de una palabra amable, o de un beso-abrazo, esos que ahora tanto me gustan y que tanto tiempo me ha costado dar.

Y entonces supe que había merecido la pena esperar cinco años, y dedicar tiempo en localizar de nuevo a la gente, y hasta ser un poco pesado al insistir a los que se resistían.

Después de todo, ¿qué son sólo cinco años en toda una vida?

Y me vi en un espejo, y en su reflejo vi a aquel niño regordete y tímido de la infancia, con las mejillas sonrosadas por la vergüenza, pero con la sonrisa dibujada en el rostro.

Y pensé…

Con eso me basta.

 

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