Han pasado varias semanas desde que decidí, o más bien, hicieron decidirme, amenazado a punta de remo de kayak por esos angelitos que tengo por amigos, el empezar el cursillo de natación.
Siempre llego un poco antes de tiempo, porque me gusta asomarme a la piscina y ver como disfrutan y chapotean en el agua la manada de renacuajos que, con apenas unos meses de vida, se sumergen en ella un poco antes que yo, sin el lastre de los complejos ni las ataduras que nos agobian a los mayores.
Después Iñigo, mi profe, me ordena con su voz fuerte y decidida que me tire al agua, y yo, como buen alumno, primerizo pero aplicado, me siento en el borde con delicadeza y me zambullo en el agua sin apenas salpicar al personal, dejando sólo mi cabeza fuera del agua, cual hipopótamo observando al resto de congéneres en su charca.
Sin que me diga nada, me pongo a repasar los ejercicios que ya hemos hecho en las clases anteriores, hasta que me llama a su lado para empezar la de hoy: Que si toma aire por la boca fuera del agua y expúlsala por la nariz dentro de ella, al tiempo que avanzas en cuclillas, empujando tu cuerpo con los remos de tus manos; que si coge las anillas que hay en el fondo de la piscina para ver lo difícil que es, y de paso te des cuenta de lo que flotas; que si súbete a un churro de espuma, emulando a aquaman a lomos de su caballito de mar, sintiéndote un poco ridículo, pero sabiendo que así dominas tu flotabilidad.
Puede ser por las ganas que le pongo, pero todos esos ejercicios, por muy chorras que a cualquiera le parezcan, a mí me ayudan, y mucho.
Me permiten vencer mi miedo al agua.
Ese miedo que, durante muchos años, demasiados, me ha hecho aferrarme al bordillo como una lapa, con tanta fuerza como la de una parturienta sudorosa y retorcida por el dolor, estrangulando el brazo de su afligido marido.
Y es que ese miedo irracional al agua me ha acompañado toda mi vida, incrustado en mi cuerpo hasta tal punto que creía que iba a ser imposible deshacerme de él.
Pero por fin lo he hecho, y, además, casi sin darme cuenta, como suelen pasar las cosas buenas de esta vida.
Cogí aire y lo retuve, al tiempo que extendía mis manos temblorosas y me lanzaba en plancha hasta quedarme en horizontal, haciéndome el muerto, más vivo que nunca, reteniendo el aire en mis pulmones mientras me deleitaba mirando el fondo de la piscina, como si fuera Jacques Cousteau rodando su primer documental bajo las aguas cristalinas y en calma del caribe tropical.
He de reconocer que cuando se me acabó el aire me costó ponerme en vertical y sacar la cabeza, y que di algún que otro traspiés y tragué un poco de agua, aunque eso no me importó lo más mínimo, porque había conseguido abrir por primera vez una brecha en la coraza de mi miedo, hasta ese momento inexpugnable.
Después de aquello lo intenté y lo intenté, mientras en la piscina retumbaba el eco de mi voz, soltando a grito pelado que lo había conseguido, al tiempo que esa coraza, la de mi miedo irracional al agua, se iba resquebrajando sin remedio a cada golpe aporreado por mi voz.
Y de repente, en aquel estadio de felicidad, no sé muy bien porqué, empezó a resonar en mi trastornada cabeza la voz estridente de Evaristo, acompañado de las speedicas guitarras eléctricas de La Polla, cantando los versos de “Y ahora qué, y ahora qué…”
Y me vi a mí mismo, dentro de la piscina, envalentonado y sacando pecho, mirando directamente a los ojos de mi miedo, mientras su imagen se diluía y desaparecía de mi mente como el recuerdo de un mal sueño, al tiempo que susurraba a su oído: “Y ahora qué me vas a hacer…”