La receta

1 abr 2019 · 5 mins

Hace unos días, en una de mis visitas semanales a ANAPAR, la Asociación Navarra de Parkinson, Arantxa, mi fisioterapeuta, me saltó de repente que habían pensado en mí para hablar sobre los síntomas no motores en las jornadas sobre el Parkinson de este año, y que si me podía grabar con el móvil.

La idea era hablar sobre la situación, de la ansiedad qué había sentido y de cómo la había superado.

Y, claro, siempre que me pongo delante de algo “desconocido” me entra la pájara y Parki actúa de catalizador, provocando un fuego abrasador en mi interior, haciéndome balbucear y quedándome en blanco.

Apenas recuerdo lo que dije.

Sé que hablé de cómo me sentí al principio, cuando la medicación no surtía efecto en mi cuerpo.

De lo impaciente que me sentía, de cómo quería huir de cualquier sitio por absurdo que fuera, y de cómo me atiborraba a ansiolíticos hasta que me derrumbé y vi que aquello no era la solución.

Ahora, más calmado, tengo claro lo que hubiera querido decir en ese momento.

Lo primero, es que yo, personalmente, no puedo hablar en pasado.

No he superado esa ansiedad, aunque lo voy haciendo pasito a pasito, con paciencia.

Es algo que he aceptado y asumido.

Dicen que para levantarse primero hay que caer, así que cuando hice “catacloc” aquella mañana de sábado, que en principio iba a ser tranquila, almorzando y pasando el día con mis amigos, pensé que se acababa todo, que mi tiempo en este mundo había pasado.

En realidad, era algo predecible, porque llevaba unas semanas medio mareado, como flotando en una nube, y aquello fue la gota que colmó el vaso.

En aquel instante, conforme mis ojos se iban cerrando y mi cuerpo iba deslizándose lentamente hacia el césped, sujeto por los brazos de mis sorprendidos amigos, me sentí derrotado y vencido, y, al mismo tiempo, aliviado.

En urgencias me dejé llevar por las palabras de cariño de mi hermana y mi cuñado, y, más tarde, ya en casa, por los cuidados de mis padres.

Pasé unas semanas realmente malas, pensando, tonto de mí, que mi vida a partir de entonces iba a transcurrir postrado en una cama, que no volvería a subir a mi monte Ezkaba, ni a disfrutar de los abrazos de mis sobrinos, ni tampoco de la tranquilidad que siento cuando estoy con mis amigos.

Dicen que una vez que tocas fondo sólo te queda subir, y eso es lo que hice, despellejándome los dedos hasta conseguir salir de allí.

Me gustaría poder decir como lo hice exactamente, de cómo lo hago día a día.

En realidad, es una mezcla de muchas cosas.

Es una receta de muchos ingredientes.

El ingrediente principal es aceptar la situación, por muy dura que pueda parecer, y no darle demasiada importancia.

Endulzarla con un poco de humor, riéndose de uno mismo, cómo cuando digo que me voy a poner unos cascabeles para que sepan dónde estoy, o que voy a tocar la pandereta en Navidades.

Utilizar una pizca de sal, apoyándose en la familia y en los amigos, haciendo caso de las broncas que justamente te mereces cuando te ven bajo de moral.

Rehogarla con el jugo de la vida, exprimido gota a gota, viendo el vaso medio lleno en lugar de medio vacío, intentando dar la vuelta a lo negativo hasta convertirlo en positivo.

Cocinarla sin prisas, pacientemente, respirando y poniendo los pies en el suelo, sabiendo que siempre hay momentos de tranquilidad, que tarde o temprano llegarán, por muy mal que te sientas en ese instante.

Paladear su sabor, sintiéndote bien, como cuando experimentas en la piel el calor del agradecimiento al ofrecer un abrazo o una sonrisa, o prestas tu hombro para que alguien se apoye y se sienta reconfortado por tus palabras, o le ayudas porque lo necesita más que tú.

En fin, hay muchas maneras de hacerlo.

Aunque para mí, lo más importante, es que cada uno debe cocinar su propia receta.

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