Hoy el día no ha empezado bien.
He llevado el coche al taller, y como siempre que me acerco por allí, la broma me ha salido cara.
Ya en el trabajo la cosa no ha mejorado.
Cuando empezaba a concentrarme en el programa que estoy desarrollando, el equipo en el que están centralizados todos los datos de la empresa ha querido unirse a mi fiesta particular, y ha empezado a fallar, dando al traste con toda mi planificación.
Tampoco me he podido tomar el descafeinado con leche de media mañana, que me rescata del espacio cibernético en el que me sumerjo cada vez que me pongo delante de un ordenador, y que me devuelve al mundo real.
Para variar, la comida no ha mejorado el día.
No me he llevado el táper, así que he tenido que acercarme a ese sucedáneo de bar de autopista que está al lado de donde trabajo, con sus paredes recién pintadas, blancas e inmaculadas, pero tan vacías de vida como el lienzo de un pintor bohemio antes de comenzar su obra.
Al salir del trabajo he recogido ese saco de dinero sin fondo al que algunos llaman coche, y me he ido para casa, con el ánimo un poco tocado y con unos deseos irrefrenables de parar en la gasolinera, comprar una garrafa y pegarle fuego de una maldita vez.
Al llegar a casa me he tumbado por unos momentos en la cama, hundiendo mi cara en la almohada y abandonando mi cuerpo a la deriva, dejándome mecer por el silencio en calma del océano de mi habitación.
Entonces he empezado a recordar.
Primero he recordado el cielo de ayer noche, preñado de nubes, al salir de clase de yoga.
Después he recordado la sonrisa dibujada en la cara de Arantxa, la fisio de la asociación que todos los martes se esfuerza en estrujar mi mano hasta conseguir liberarla del agarrotamiento de los dedos, mientras conversamos de cómo ha ido la semana, contenta porque su trabajo se ve recompensado por los resultados.
O lo bien que lo pasamos este sábado por la noche en casa de mis primos, alrededor de una mesa, mientras mi primo Berna amenizaba la velada hasta hacernos llorar de risa, contando anécdotas sobre lo borde que se comporta, día sí, y día también.
O los ojos color esperanza de mi prima Luchi, luminosos, brillantes y llenos de vida, como hacía tiempo que no los veía.
O los abrazos de oso de mi sobrino.
O las manualidades ingeniosas de mi sobrina, colgadas en su Instagram.
O lo bien que me sentí hace apenas dos semanas, cuando por fin conseguí armarme de valor y conquistar de nuevo la cima de mi amado monte Ezkaba.
Poco a poco he empezado a sentirme mejor.
Poco a poco he ido volviendo a la vida.
Y, poco a poco, he ido olvidando que el día no ha empezado bien.