Mas de cien motivos que valen la pena

19 en 2019 · 4 mins

Cada vez que voy a ver al neurólogo siempre me pasa lo mismo.

Por más que me digo: “Tranquilo tío, es sólo una visita rutinaria, y además es por tu bien”, siempre me pasa lo mismo.

No puedo evitar la incertidumbre del momento previo, de esos minutos interminables en la sala de espera, y comportarme como Bruce Banner intentando contener al Hulk verdoso que lleva dentro.

Normalmente está mi hermana conmigo, acompañándome, hablándome, o, incluso regañándome cariñosamente, como ella suele hacer.

Pero esta vez no podía ir, y, aunque estoy seguro de que mis padres me hubieran acompañado gustosamente, no se lo pedí.

Sé que es una tontería, pero quería hacerlo solo.

En parte por no depender de nadie, y en parte por superarme.

Sí, aunque suene un poco tonto ahora, al verlo escrito.

Por superar aquella vez, no recuerdo muy bien cuando fue, en la que llegué todo mareado y, sobre todo, derrotado, y en la que me cambiaron la medicación.

Ya son unas cuantas visitas, así que sigo una rutina.

Los días previos me “auto chequeo”, como un ordenador al encenderlo, comprobando el estado de mis sistemas.

Anotando todos los detalles, para después informar a mi neurólogo, y que nada se me olvide, por muy tonto y trivial que parezca.

Y, claro, al hacer esto, mi “inconsciente” se remueve más de lo normal.

Así que ese día Parki, mi Hulk interior, se coloca en el otro extremo de la cuerda, y empieza a tirar con fuerza, intentando desestabilizarme, subiendo por mi brazo derecho, apoderándose de mi cuello e intentado conquistar el lado izquierdo del cuerpo, y, de paso, de todo lo que he conseguido estos meses.

Entonces inhalo y exhalo.

Despacito, con calma.

Como tantas veces lo he hecho en el yoga.

Intentando recordar todo lo bueno y positivo que me ha pasado desde la anterior visita, desterrando de mi mente lo negativo.

Como los abrazos cariñosos de mi sobrino, o las escapadas por Pamplona con mi sobrina, muy temprano, los sábados por la mañana.

O el poder de superación que siento al alcanzar la cima de una montaña, acompañado de mis amigos, o el sentirme protegido al bajarla, cuando mi sobrino postizo de sangre, pero verdadero de corazón, ese mocoso de doce años, me pregunta si voy bien y se queda conmigo en la bajada, acompañándome, mientras su padre nos vigila de reojo, unos metros más abajo.

O esas quedadas navideñas con la gente de mi antigua clase de la E.G.B., aprovechando la visita de Eugenio y su mujer Olga, que ya se han convertido en tradición, y en la que aprovecha para traerme sus medallas “mediomaratonianas”, conseguidas a lo largo del año, simbolizando su superación y resistencia.

O comprobar lo que me quiere la gente que me rodea, ofreciéndome su apoyo desinteresado, en forma de achuchones, puros y sinceros, corazón con corazón, o en forma de mensajes de WhatsApp con noticias sobre los avances que se consiguen sobre la enfermedad, adornados siempre con ese icono en forma de brazo forzudo, marcando bíceps.

Entonces la puerta de la consulta se abre y el neurólogo dice mi nombre, mientras me busca con su mirada.

Y mi cuerpo, automáticamente, salta de la silla, como un resorte.

Y mi alma se da cuenta de que tengo motivos por los que estar agradecido.

Muchos.

Más de cientos de motivos que valen la pena.

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