El otro día mis sobrinos se quedaron a dormir en casa.
Mi sobrino cayó rendido en la cama, de la que me han desterrado hace tiempo, vencido por el cansancio de sus partidos de fútbol y balonmano.
Pero mi sobrina, no.
Habíamos visto “El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares”, y me sorprendió diciendo que no la dejara sola, y que no apagara la luz para que pudiera dormir.
Tenía miedo a la Oscuridad.
Entonces removí la sopa del caldero de mis recuerdos, y volví a ser aquel niño temeroso, que, inconscientemente, se puso delante de la televisión familiar para ver aquella película de Drácula, en un siniestro blanco y negro, a pesar de las advertencias de sus padres.
Aquella película me marcó para siempre.
No había noche que no me tapara con mi manta, asomando la cabeza, apenas sin poder respirar.
No tuve más remedio que acurrucarme a su lado, y esperar a que, pacientemente, se durmiera.
Y es que: ¿Quién no ha tenido alguna vez miedo a la Oscuridad?
Yo muchas veces, lo confieso.
La Oscuridad cuando eres pequeño se manifiesta en forma de monstruos que quieren arrancarte de los brazos de tus padres y llevarte a un infierno de pesadillas.
Cuando eres mayor son tus problemas y tus inseguridades, el trabajo, el llegar a fin de mes, el no estar a gusto contigo mismo…
Y ahora pensarás, ¿a qué viene esto?
Llevo unas cuantas semanas con mi brazo “bueno” (el izquierdo), dolorido, “notándolo raro”.
Quizás es por la carga de “autoestrés” del trabajo, o por hacer demasiado ejercicio y cargarlo demasiado.
O quizás es porque Parki quiere hacerme un regalo de reyes especial, dando un paso más en su avance por mi cuerpo.
Aunque intento no pensarlo, inevitable e inconscientemente, lo hago.
Es lo de siempre.
Tu cuerpo está aquí, y tu mente está a diez mil kilómetros perdida en el incierto futuro, recorriendo posibilidades que para nada tienen porque cumplirse.
He estado unos cuantos días “acogotado”, intentado taparme con aquella manta de la infancia que protegía mi cuello de la Oscuridad de la noche.
Pero hoy he dicho basta.
He decidido expulsar de mí toda la ponzoña que se ha ido acumulando.
La semana que viene tengo visita con el neurólogo, después de seis meses desde la última vez, y me niego a que este pequeño tachón emborrone todas las hojas que he escrito en estos 180 días, echando a perder todo por lo que he luchado.
Me he dado un paseo de esos que me gustan a mí, bañando mi cara con la luz del Sol radiante de media tarde, auto debatiéndome a mí mismo y obligándome a traer mi mente al presente, volviendo a ser racional.
Con muy poco esfuerzo, si miras en la profundidad de la noche, descubres decenas de puntitos luminosos.
Si eres un poco paciente y dejas que tus ojos se acostumbren, esas decenas de puntitos luminosos se convierten en cientos, y estos cientos en miles, y los miles en millones, hasta que te pierdes y ya no los puedes contar.
Esos puntitos pueden ser estrellas lejanas en mitad de una noche fría, al salir de una clase de yoga.
O tus amigos.
O tu familia.
O tu tío, acurrucado a tu lado, intentando transmitirte seguridad y el calor de su corazón.
Y de repente te das cuenta de que el miedo se desvanece.
Que ya no tiene sentido.
Que ya no tienes miedo al miedo.
Y que, sobre todo, ya no tienes miedo a la Oscuridad.