Ikigai

21 nov 2018 · 5 mins

Hoy tocaba una nueva sesión en el grupo de apoyo psicológico de la asociación, al que voy el tercer miércoles de cada mes.

Aunque hoy ha sido distinto.

En lugar de una sesión “personalizada”, hemos tenido un taller con más gente, titulado “La enfermedad nos hace fuertes”, impartido por Isabel, nuestra psicóloga.

Confieso que al principio me he sentido un poquito cohibido, al no encontrarme con la gente habitual del grupo.

Parki ha querido darse a conocer, haciendo que mi mano temblara más de lo habitual.

Pero le he parado los pies.

Maniatándolo físicamente, apretando mi mano contra mi pierna.

Amordazándolo mentalmente, silenciando su voz en mí cabeza, pensando que iba a ser una experiencia positiva, de la que con seguridad iba a salir enriquecido, y que, además, todas aquellas personas, aunque para mi eran desconocidas, tenían algo en común conmigo: Su Parki interior, personal e intransferible.

Isabel ha comenzado mostrándonos una foto de su madre, y, con su mirada, desnudando ante todos nosotros su alma, nos ha hablado sin palabras. Trasmitiendo por un lado el inmenso dolor que supuso su pérdida, víctima del sufrimiento, y por otro, lo mucho que la quería.

Con el semblante todavía serio ha puesto los puntos sobre las íes, dejando claro que la enfermedad no es algo banal, que no hay que tomárselo a la ligera.

Pero después nos ha regalado esa sonrisa a las que nos tiene acostumbrados, llena de optimismo y esperanza, y que, irremediablemente, se acaba contagiando.

Poco a poco, como quien no quiere la cosa, ha ido dejando caer miguitas en nuestro camino, desgranando conceptos e ideas con las que ayudarnos en el día a día.

Ha hablado del significado de la palabra enfermedad en diferentes idiomas, como algo perturbador y dañino para la salud, y que es difícil combatir y eliminar.

Pero también ha hablado de la templanza, cualidad que induce a hacer las cosas con moderación. Del término medio, de no ser ni demasiado optimistas, ni demasiado pesimistas.

De la gratitud, ese sentimiento que con frecuencia se nos olvida expresar.

También nos ha hablado de la actitud, del cómo enfrentarse a las situaciones adversas, no dejándose amilanar, siendo proactivos, intentando coger el toro por los cuernos y hacer como la langosta, que muda de caparazón cuando se le queda pequeño y le molesta, enfrentándose ella misma a sus miedos a pesar de los depredadores, sin depender de nada ni nadie.

De la importancia de saber decir no, de ejercer el sano egoísmo.

De intentar darle la vuelta a la tortilla, intentando conjugar los verbos en positivo, evitando el negativo.

De como las sensaciones que nos llegan día a día, como la ira, el miedo, la alegría o la tristeza, se convierten en emociones, a través de la planta de procesado de nuestros pensamientos, recordándonos que somos sólo nosotros los responsables en primera instancia de transformarlos de una u otra forma.

Del autocontrol, que es la llave que nos lleva al éxito o al fracaso en los retos de la vida.

Y finalmente, del Ikigai, lo que para los japoneses es “la razón de ser”, la meta vital.

Entonces me he acordado de Omkar, mi maestro de yoga, que con frecuencia me remueve por dentro, agitándome como una coctelera, y haciéndome ser consciente de lo que algunas veces no he querido o quiero ver.

Y entonces vuelve a mi mente que tengo que relativizar las cosas, y darle importancia a lo que realmente la tiene, como esta mañana, que, ahogado por el estrés del trabajo acumulado, he sido rescatado por el cabo salvador de mi compañero Diego, devolviéndome a la realidad y al mar de la tranquilidad.

A mi modesto entender, lo que hace sentirnos vivos no es la meta en sí, sino su búsqueda, el ir recorriendo el camino infinito que lleva a ella.

El ir gastando las suelas de los zapatos por uno mismo, llenando de experiencias, tanto buenas como malas, la mochila que cuelga de nuestra espalda.

Como esta tarde, asistiendo al taller de Isabel, la psicóloga de la sonrisa contagiosa.

Buscando, sabiéndolo sin saber, mi razón de ser.

Mi Ikigai.

Ikigai

 


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