El mismo día que el destino me comunicó oficialmente que me había asignado como compañero a Parki, decidí dos cosas.
La primera es que no le iba a dar ni un segundo de tregua, que no tiraría la toalla en el ring de la vida.
Y la segunda es que no iba a dejar pasar de largo ninguna oportunidad más.
Así que cuando mis amigos me dijeron: “Prepara los bártulos, este fin de semana tenemos planes en las alturas”, no me lo pensé dos veces.
Sólo sabía que haríamos noche en una casa, propiedad de los padres de uno de ellos, que habían organizado una caminata en una montaña cercana al lugar, y que, como siempre, nos lo pasaríamos bien, riendo y recordando anécdotas alrededor de una buena mesa.
Así que, ni corto ni perezoso, metí algo de ropa en mi petate, me calcé mis zapatillas “devora kilómetros” favoritas y me dispuse a dejar pasar los minutos en la mejor compañía que conozco, la de mis amigos.
Sólo me daba respeto una cosa: Mi estado de forma.
Entre mi esguince preveraniego, y mi reciente operación doble de hernia, no las tenía todas conmigo.
Y eso que, a mediados de semana, me incorporé de nuevo a mis clases de yoga, y mi cuerpo respondió a la perfección, avivando los rescoldos de la llama de mi vida, que habían permanecido aletargados durante mi forzado reposo veraniego.
Cuando alzamos la mirada y vimos Los Mallos de Riglos, en la provincia de Huesca, que se levantaban imponentes sobre nuestras cabezas, no nos lo podíamos creer.
Y yo, particularmente yo, me sentía como un ser insignificante y minúsculo, ante aquella mole de piedra.
Metros y metros cúbicos de un conglomerado de color marrón rojizo, mezcla de tierra y cantos rodados, como una especie de amasijo de hormigón depositado torpemente sobre la tierra, y esculpido por las enormes manos de un gigantesco ser mitológico.
En otro tiempo no tan lejano, hubiera sido incapaz de completar la caminata que llegaba hasta la cima.
No me hubiese atrevido, ni en el más valeroso de mis sueños.
Me hubiera quedado en la base de la montaña, aburrido y solo, enfurruñado conmigo mismo, esperando a mis amigos, más pendiente de mi dolorido tobillo, que de mi propia felicidad.
Pero me callé y no dije nada.
En lugar de eso, presenté agradecido mis respetos a la montaña, y me alegré por el nuevo reto que tenía ante mí.
Empecé a caminar con el resto, como si no pasara nada.
Al principio despacio, pisando con precaución, medio renqueante.
Por un lado, me dolía el tobillo al colocar todo el peso de mi cuerpo sobre él.
Por otro, a cada paso, Parki pugnaba rabioso por salir, haciendo temblar convulsivamente mi mano derecha.
Y, sobre todo, lo que más me escocía: Mi propio orgullo, magullado por no haberme preparado y puesto más en forma para la ocasión.
Así estuve caminando unos metros, arrastrando mis inseguros pies por el sendero, hasta que, de repente, mi cuerpo, agradecido por el radiante Sol, comenzó a tonificarse, mis pasos fueron cada vez más regulares y acompasados, y mi mente rescató del olvido lo que es recorrer el camino hasta la cima de una montaña, como tantas veces lo había hecho en el monte Ezkaba, cerquita de mi casa.
Subir una montaña es poner al límite tu cuerpo, y, sobre todo, tu mente.
Pensar que la cima está al final del recodo, y desesperarte al ver que la senda no acaba, mientras resoplas y resoplas hasta quedarte sin aliento y el corazón bombea con fuerza cada litro de tu sangre, en ese momento más espesa de lo que hubieras deseado, recorriendo en segundos todo tu cuerpo, de la cabeza a los pies.
Pero también es algo más, mucho más.
Es afán de superación y ser paciente.
Es recoger los frutos a cada paso del camino, en forma de bellos paisajes, al mirar hacia la base de la montaña o a tu alrededor, o al sentir la suave brisa que envuelve tu frente sudorosa.
Es alzar los brazos y sentirte pletórico al llegar a la cima, lleno de vida e invencible, sin que nada ni nadie te pueda parar.
Y, para mí lo más importante de todo: Es saber que no estás solo, porque cualquier compañero caminante, y, sobre todo, tus amigos, estarán ahí para tenderte la mano cada vez que te haga falta, no dejándote desfallecer.
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