Hace unas semanas, caminando por mi barrio (que en realidad ya es mayor, y lo debería llamar pueblo), descubrí horrorizado algo que no me hubiera gustado ver nunca: En el escaparate de la perfumería de una compañera de la E.G.B. había plantado un cartel que decía:
“Liquidación total por cierre”
Y como no me lo podía creer, le escribí un WhatsApp, hasta que finalmente me lo confirmó: Iba a cerrar al finalizar el mes de agosto.
Para algunos el hueco que deja esa tienda no significará nada.
Pero para mí si.
Poco a poco, al igual que la gente “de toda la vida” se va haciendo mayor, y va despoblando mi barrio, las tiendas tradicionales, las tiendas de la esquina, van desapareciendo, haciéndolo, a mi modo de parecer, más anónimo y más frío, más impersonal.
Quizás es ley de vida, o igual sólo es añoranza, pero lo creo así.
Hace muchos años, cuando yo era pequeño, y tenía todo un mundo por descubrir, me quedaba maravillado cada sábado por la tarde, cuando iba a “las francesas” y rebuscaba entre los sobres de soldados hasta dar con algún tanque o vaquero de “plástico puro” que añadir a mi ejército, para hacer volar mi imaginación.
Era una época en la que las tiendas siempre eran más conocidas por sus dueños y dueñas, mucho más que por su nombre.
Donde comprabas algún “Mortadelo y Filemón” en “la Asurmendi”, y, si me apuras, hasta algún “Super Humor”, si la hucha estaba lo suficientemente llena como para permitírselo.
O te endulzabas la vida con aquel invento de los morenitos congelados, que “el jefe” dispensaba de uno en uno como si fuesen un tesoro, por un lado, mientras que por otro ejercía de censor, tapando algún que otro pecho en las “interviús” que colgaba en el escaparate, a mediados de los ochenta.
Y que decir cuando “la Lucía” era “la Lucía”, y podías intercambiar tebeos y novelas usadas, bajo la mirada atenta y vigilante de su marido, que tenía aquella voz tan grave mientras hablaba con la gente que sellaba la quiniela.
También estaba “la Pedrina”, donde más de uno compraba de fiado, o “la Juana”, donde mi madre pasaba horas y horas perfeccionando su castellano debajo de casa, recién venida de Sunbilla, o “Florentino”, donde comprabas fruta, o “Zabaleta”, donde daba igual lo que necesitases, por muy raro que fuera, porque Paco siempre terminaba encontrándolo.
Había muchas más “la Modesta”, “la Lola”…
Cuando te haces mayor (o madurito, como diría una amiga mía), te das cuenta del esfuerzo que supone mantener ese tipo de establecimientos: Horas y horas al pie del cañón bajo viento y marea, da igual si estás o no enfermo; Intentar ser competitivos contra las grandes cadenas, combatiéndolas con un trato más personalizado, conociendo tus gustos y aconsejándote…
Así que, aprovechando esta noticia tan triste, voy a decirles a Ana y Eva lo que en su día no le dije al resto de propietarios de las tiendas de la esquina de mi barrio/pueblo de mi infancia: Gracias por todos estos años de dedicación.