En apenas unos días voy a pasar por el quirófano, ese taller de chapa y pintura que tenemos los humanos, para que me hagan unos pequeños arreglillos en mi cuerpo, la envoltura de mi alma.
Hace unos años me hubiera puesto a temblar inmediatamente, agobiado por la situación, fíjate tú, como decían en sus días de mejor gloria los “Martes y Trece”, en aquellos estrambóticos shows televisivos de los 90.
Esta vez, en cambio, cuando me dijeron que me tenía que operar de una hernia inguinal, pensé para mis adentros: “Bueno, pues a coger la espada y a pelear otro poquito más”.
Desde que me reiniciaron el cuentakilómetros a cero en el neurólogo, hace ya casi dos años, me he ido dejando de preocupar de estas cosas, poquito a poco.
Inevitablemente, conforme se vaya acercando el día, mi mano empezará a temblar, descontrolada.
Pero se lo permitiré, porque si tiene que ser así, será.
Pero por lo demás, he decido quedarme en tierra y no navegar en el mar de mis incertidumbres.
Porque sé, y lo he sufrido en mis propias carnes, que no lleva a nada, tan sólo a desesperarte innecesariamente.
Cuando llegue la operación y me comiencen a hurgar en las entrañas, me “desconectaré”, como cuando acabo una de mis sesiones de yoga, y me iré a ese rinconcito que tengo reservado, a medio camino entre el cielo y la tierra, en mi amado monte Ezkaba.
Esa vez mi voz no destrozará la canción de Doris Day, y, ni mucho menos, la versión mejorada de José Feliciano.
¿Quién no ha tenido que hacerse unas pruebas médicas y se ha devanado los sesos hasta la extenuación, esperando con ansiedad los resultados?
¿Quién no ha recreado en su mente, una y otra vez, una entrevista de trabajo, o una cita amorosa, preparándola concienzudamente, para que al final acabe cancelándose, o resultando más fácil de lo esperado?
¿Quién no se ha desesperado al mirar por el precipicio de la rutina, al volver al trabajo o al cole, después de unas merecidas vacaciones?
¿Quién no se ha hecho la eterna pregunta?
¿Quién no ha gritado: “qué será, será”?
Yo, desde luego, al menos en el pasado, me la he hecho muchas veces.
Y desde muy pequeñito, cuando, a mediados de los 80, me acurrucaba en mi cama, y me imaginaba en los galácticos años 2.000, ya anciano, con casi 30 tacos, arrastrando mi cuerpo decrépito por las calles cibernéticas de mi barrio.
Ahora prefiero vivir el presente, y fijarme en esas pequeñas grandes cosas que nos rodean, y que muchas veces nos pasan desapercibidas.
Como la cara sonriente de mi madre, al decirme, el otro día, con voz emocionada, que mis padres habían recorrido de nuevo el caminito que hay en la ladera del monte, recordando tiempos pasados, cuando eran más jóvenes, y sus cuerpos no estaban tan cansados.
O el parloteo nervioso de mi sobrina al contarme con voz atropellada que se iba de convivencias unos pocos días, cerquita de casa, pero muy lejos en su imaginación, a años luz.
O la emoción reflejada en la mirada profunda de mi sobrino, al decirme que se quería venir a dormir a casa, y pasar el fin de semana conmigo.
O el disfrutar de un Juevintxo rodeado de amigos, donde lo que menos importa es el pote o el pintxo, y lo que más, la compañía.
O la llamada premonitoria de una voz amiga, preguntando como estás, sabiendo, sin saberlo, que vas a pasar por el taller, en pocos días.
No.
Esta vez no “será, será”.
Esta vez no cantaré ni conjugaré el verbo en tiempo futuro, por muy simple, o perfecto que sea.
Esta vez “es”.
Ahora.
En presente.