Según el diccionario de la R.A.E., la Real Academia Española, la palabra “bricolaje” significa “Actividad manual y casera de reparación, instalación montaje o de cualquier otro tipo, que se realiza sin ayuda profesional”.
En francés, como no, se pronuncia “bricolagggg”, alargando la “g” hasta arrinconar a la pobre “e”.
Aunque yo he creído siempre que en realidad se pronuncia “bricolajjj”, porque, desde que tengo uso de razón, me he llevado mal con ella.
Dios.
Como odio esa puñetera palabra.
Que yo recuerde, todo empezó una de aquellas tardes frías de invierno, enclaustrado en una clase de mi colegio, de la ya desaparecida E.G.B., en la que el profe se esforzaba en sacar lo mejor de nosotros, en cuanto a manualidades se refiere.
Recuerdo que nos hacían vestir una bata de rayas, blancas y azules, muy semejante al uniforme de presidiario de las pelis de la monocromática tele de entonces, con la excusa de que podíamos manchar la ropa de calle.
Me encontraba delante de un trozo de madera de pino, virgen e inmaculado, en el que, no sin poco esfuerzo, había esbozado una figura geométrica, con la ayuda de un compás, una regla de plástico verde semi transparente, y mi exigua imaginación.
Allí estaba yo, devastando la madera a golpe de gubia, sudando la gota gorda, por el esfuerzo de no salirme del bosquejo, los nervios de la situación y el calor asfixiante de la calefacción del cole, mordiéndome la lengua y rezando para mis adentros el “Padre Nuestro” que nos habían mal enseñado en la clase de religión de la hora anterior.
A cada golpe del instrumento se oía un clac, al tiempo que saltaba un trocito de madera.
Clac… trocito de madera.
Clac… trocito de madera.
¡Ostras! ¡Pues no es tan difícil! ¡Lo voy a conseguir! – Pensaba, iluso de mí.
Espera… este lado ha quedado más rebajado que el otro, lo voy a igualar.
Clac… trocito de madera.
Clac… trocito de madera.
¡Joer! Ahora es el otro lado… no pasa nada, lo rebajo también y ya quedará bien.
Clac… trocito de madera.
Clac… trocito de madera.
Y así en un bucle temporal, hasta que, a golpe de formón descubrí, por primera vez, que la materia es finita y que, si sigues saltando trocitos de madera, llega un momento, irremediablemente, que acabas viendo la mesa en la que está apoyado tu trabajo de manualidades.
La verdad, no sé ni como aprobé aquel curso.
Fue pasando el tiempo, y, al contrario que el buen vino, mis dotes para el “bricolajjj” no fueron a mejor.
En B.U.P. lo pasé fatal con el dibujo, daba igual que fuese técnico o a mano alzada.
No había lámina que no presentase un borrón hermoso.
Ni trabajo en la clase “de hogar” (algo así como “101. – manualidades para torpes”) que no tuviera algún pegote extra de pegamento.
Y no me lo explico, porque a empeño e interés, no me ganaba nadie.
Incluso una vez me esforcé en casa, “reparando” un joystick de mi vetusto Amstrad, resucitándolo de la muerte, utilizando como carcasa una caja de cartón, y como pulsadores unos timbres que compré con mis ahorros en la ferretería de mi barrio.
Y que decir de mis primeras soldaduras como estudiante de teleco, en circuito impreso, rebosantes de estaño hasta decir basta…
Es algo que ni yo mismo entiendo, porque si pasamos “al dominio informático”, como el que pasa del domino temporal al de la frecuencia, mis algoritmos son bastante limpios y claros.
Cualquier otro parkinsoniano hubiera tenido la excusa perfecta para dejarlo y decir, ¡que lo haga otro!
De hecho, yo mismo, llevaba ya más de dos años sin barnizar las ventanas de mi piso.
Justo desde que empezaron mis temblores.
Miraba por el cristal y veía, impotente, como se iba deteriorando su madera, con cada golpe de lluvia y de rayo de Sol.
Sé que podía haber llamado a algún pintor, pero algo en mi interior me decía que no, que debía esperar.
Hasta que, a mediados de la semana pasada, me decidí.
Busqué por internet los materiales, y, a base de “briconsejos” en YouTube, memoricé lo que debía hacer.
El viernes compré los materiales en la droguería de debajo de mi casa.
Al día siguiente, por la mañana, tuve que volver a hacer una visita relámpago, para, como no, y para no perder las costumbres, comprar más materiales, porque me había olvidado la mitad.
A golpe de decapante y de lija, primero manual, para no molestar a los vecinos, y después con la lijadora eléctrica, cuando ya dolorido y agotado por el cansancio me daba exactamente igual, comprobé que mi cuerpo reaccionaba bien.
Y no era por los efluvios del disolvente.
No, no era por eso.
Comprobé que conseguía concentrarme, sin temblar demasiado, a pesar de los tirones que daba el endiablado aparato.
Que utilizaba mis dos manos de manera indistinta, según los requerimientos de la postura.
Que mi mano derecha no se agarrotaba demasiado, y que, incluso, el ejercicio físico me hacía bien.
Que disfrutaba con el calor que me daba en la cara y con el sudor que recorría mi cuerpo.
No sin poco esfuerzo, a base de horas, conseguí quitar todo el barniz viejo y sanear la castigada madera.
Llego el turno de la nueva pintura, y, aunque la impaciencia me consumía por dentro, respeté los tiempos de secado, aprovechando para limpiar algún que otro pegote desprendido, de manera totalmente involuntaria.
Hoy, un poco antes de escribir esto, he terminado de revisar las ventanas.
No será la mejor obra del mundo, no lo pongo en duda.
Pero la he realizado yo, superando mis temores y, sobre todo, mis limitaciones.
Y, por una vez, y sin que sirva de precedente, he terminado mi trabajo de “bricolaje”.
“Bricolaje”
Con sólo una “j”, y pronunciando con fuerza la “e” final.
(¡Rabiad, franceses!)