Este fin de semana he recibido en mi casa, en el “Hotel Villa Lulú”, a dos huéspedes ilustres, mis sobrinitos.
Esos bichejos disfrazados de niños de diez años, Nahia e Ibai, y que son las dos personitas que más quiero en el mundo.
Ya he perdido la cuenta de las innumerables veces que han ejercido su derecho a perpetuidad de pernoctar en mi casa, y la verdad, tampoco me importa.
Poco a poco me he ido acostumbrando, perdiendo el miedo, y, sobre todo, los nervios, del primer día en el que me quedé “al cuidado de ellos”, cuando apenas eran unos renacuajos y me llegaban a la cintura.
También me he ido acostumbrando a ese apodo, bendito sea el día en que se me ocurrió comprarles el primer paquete de aquellos pasteles en forma de oso con el susodicho nombre, y que ellos devoraban con fruición.
Aquella primera vez yo estaba como un flan, hasta tal punto que salimos a comprar palomitas y me dejé las llaves dentro de casa, y acabé haciéndoles jurar que no se lo tenían que contar a nadie, mientras ellos sonreían de manera cómplice al ir a por la copia que mis padres guardan en su casa.
Después les hice la cena y vimos “Rompe Ralph” en el salón, mientras me arrinconaban en el ring de mi sofá, peleándose por quien se ponía a mi lado, hasta acabar agotados y dormiditos, y los tuve que llevar en brazos a la cama.
También se me quedó grabada a fuego la imagen de mi sobrina recién levantada, con el pelo alborotado, rozando con sus labios la piel algodonada de su osito de peluche, mirándome medio adormilada, medio sonriente, al tiempo que yo retocaba un programa, a primera hora de la mañana siguiente.
Sospecho, aunque es sólo una suposición, que el truco está en quitarme el traje de adulto y disfrazar al niño que sigo teniendo dentro.
A veces me toca vestirme el traje de ayudante de decorador, poniéndome a las órdenes de mi imaginativa sobrina, para convertir una caja de cartón en el mostrador de su tienda de chucherías, pegando cartulinas de colores sobre ella y que, cómo no, ha bautizado con el original nombre de “Tienda Txutxi”.
Otras veces tengo que ponerme mi chaqueta de lana de empollón aplicado, y visitar la librería municipal, situada en la esquina de mi cuarto de estar, y que, en pocos minutos, han montado de la nada, arrasando los libros que todavía conservo de mi época de estudiante universitario, y que disfrutaban plácidamente de su jubilación, tan ordenaditos, en su estantería de madera.
O tengo que hacer de acomodador de cine nocturno junto a la tele que hay en la pared en frente de mi cama, de la que, poco a poco, me han ido desterrando, conforme sus cuerpos han ido creciendo y su miedo a los fantasmas ha ido desapareciendo.
O desempolvar el traje de mozo de salón de juegos recreativos, frente a la máquina arcade que con tanto esmero me dediqué a restaurar, y que tengo colocada en mi habitación “de trabajo”, enseñando a mi sobrino a jugar a Pac-man, a Bubble Bobble, o a Q-bert.
Sé a ciencia cierta que, con el tiempo, todos esos trajes se irán apolillando en el armario de su olvido.
Pero también sé, no me cabe la menor duda, que llegará el día en que ellos ocupen mi lugar, el lugar del dueño de su propio hotel.
Y entonces se acordarán del ayudante de decorador.
Del empollón aplicado.
Del acomodador de cine.
Del mozo friki de salón de videojuegos.
Y, sobre todo, de su amigo, de su tío, el director del “Hotel Villa Lulú”.