Hoy, como hace unos meses, he asistido a un nuevo taller de Yoga, impartido por mi maestro Omkar, del que he hablado algunas veces.
Aunque intuyo que a él no le gustan rangos, títulos o encasillamientos, espero que me dé su permiso por esta vez, y me deje llamarlo así.
Al terminar la sesión, ya relajados, nos ha estado contando que para él el Yoga no es algo estricto ni académico, que es más un apoyo, una ayuda para la vida diaria.
Y, sin poder evitarlo, me he puesto a pensar en él y en sus palabras.
Algo, ponle el adjetivo calificativo que quieras, hizo que dirigiera mis asustadizos pasos hacia aquella herboristería la primera vez, que entrara por la puerta y me apuntara a la primera sesión.
Buscaba un remedio en forma de infusión que aliviara mi estrés, encontrar una válvula de escape para evitar que la tapa de la olla a presión que tengo por cabeza saltara por los aires, antes de que fuera demasiado tarde.
Entonces vi aquel cartel colgado en la pared, anunciando sus clases de Yoga, y, aunque mi mente analítica de programador informático se resistiera al principio, mis deseos de cambiar fueron más fuertes que mis miedos.
A los pocos meses me diagnosticaron Parkinson y el cuentakilómetros de mi vida se puso a cero.
Desde entonces, parafraseando a Sabina, han pasado ya más de 19 cajas de Azilet, y más de 500 Madopar, esas pastillas, duras, secas y rojizas como ladrillos.
Y, aunque sigo siendo incapaz de memorizar los nombres impronunciables de su vocabulario, ni de hacer a la perfección esas endiabladas posturas de contorsionista, eso a mí no me importa.
Como él dice, y yo he comprobado en mis propias carnes, el Yoga es algo más.
Es una azada con la que horadar y remover tus tierras.
Su meta no consiste en sentir presencias energéticas.
Ni de viajar astralmente por el espacio.
Ni de conseguir, si me apuras, la paz suprema.
Es algo mucho más sencillo, y, a la vez, mucho más difícil.
Es dejarse llevar por el momento, el vivir cada instante.
Intentar, aunque a veces cueste verdaderos horrores y quebraderos de cabeza, girar y girar el cubo de Rubik de la vida hasta descubrir que todas sus caras están alineadas y pintadas uniformemente.
De afrontar los retos como oportunidades y desafíos, con buena cara, y no a regañadientes, como si fuesen un castigo.
De revolver tu tierra, que ahora puede parecer seca, dura y yerma, esperando que, al removerla, quede esponjosa y lista para una nueva siembra.
Hay veces, sobre todo en mi trabajo, que no consigo poner en práctica sus enseñanzas, y entonces me desespero, fustigándome con el látigo de mis pensamientos.
Pero también en otras muchas lo consigo, sintiendo paz y sosiego.
Y entonces, sólo entonces, me bebo de un trago aquella infusión que un día fui a buscar a la herboristería.
Y entonces brindo por Omkar, mi maestro de Yoga.