Resistencia al movimiento

25 mar 2018 · 3 mins

Esta mañana me he despertado cansado.

No sé a quien se le ha ocurrido la maravillosa idea de adelantar los relojes físicos (analógicos, digitales y atómicos) para adecuarlos al horario de verano, pero a mí reloj biológico lo acaba desequilibrando.

Así que la alarma de mi móvil ha empezado a sonar de manera estridente, rompiendo el silencio de mi habitación, arrancándome sin piedad de mi frágil sueño.

Con los ojos medio cerrados y mis músculos “todo-entumecidos”, he arrastrado mi cuerpo fuera de la cama en dirección a la cocina, dispuesto a tomar mi primera dosis diaria de pastillas de “color y sabor ladrillo”.

Poco a poco me he ido espabilando, hasta alcanzar a oír las gotas de lluvia, golpeando sin piedad el tejado de mi casa.

Por un instante he tenido la tentación de quedarme dormido, acurrucado en la cama, acunado por ese relajante sonido, pero por fin he conseguido vencer a esa fuerza de rozamiento que supone la pereza, y que se opone al movimiento.

Sin pensarlo mucho, me he vestido.

Me he enfundado mi chubasquero y he salido a la calle, paraguas en mano, hasta que las primeras gotas de lluvia han mojado mi cara, terminándome por espabilar.

Y entonces me he dado cuenta qué he hecho lo correcto.

Y he empezado a caminar, adentrándome en la mañana fría de este primer Domingo “primaveral”.

He descubierto el contraste entre el gris de la hierba invernal, vieja, seca y caduca, y el verde intenso de los nuevos brotes, fuertes y vigorosos, abriéndose paso por entre las gotas de lluvia.

Y he seguido avanzando.

Y, al tiempo que mis músculos se iban sintiendo mejor por el ejercicio, mis pulmones se llenaban de oxígeno, y mi mente se llenaba de positividad, he empezado a agudizar el resto de mis sentidos, descubriendo nuevos sonidos, colores y olores.

Primero el silencio sepulcral de la ciudad dormida, solo roto por el trinar acompasado de los pájaros, y el de algún que otro fitipaldi veinte añero del volante, volviendo a casa con su Audi negro, después de una noche de intensa juerga.

Después, el rugir rabioso del río, vomitando violentamente los excesos de su caudal, desbordado por tantos días de lluvia, haciendo que me maravillara, embobado, con ese ir y venir del agua turbia, unas veces en calma, otras desbocada.

Conforme pasaba el tiempo mi soledad intencionada se ha ido rompiendo por el ladrido nervioso de algún que otro perro, paseando y arrastrando a su adormilado dueño, o por el saludo de algún que otro loco tocayo de la mañana.

Y he dejado mi mente en blanco, disfrutando de mi paseo, liberando las tensiones laborales de la semana y de la aburrida rutina, aflojando mis músculos hasta límites insospechados, cargando mis baterías vitales.

Y, casi sin darme cuenta, he llegado de nuevo a mi casa.

Y he pensado que lo difícil no es moverse.

Lo difícil es vencer a esa resistencia al movimiento que tenemos todos.

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