El camino

18 mar 2018 · 7 mins

Este Domingo he asistido a una clase intensiva de yoga y meditación, impartida por mi maestro, Omkar.

En otras ocasiones mi yo “auto-bloqueante”, ese que tenemos todos en nuestro interior y que nos frena en menor o mayor medida, me lo había impedido.

Pero esta vez no.

Esta vez estaba calladito.

O, seguramente, si me ha dicho algo, no lo he querido oír, mientras lo estaba amordazando.

Sentía que había llegado la hora de seguir avanzando, y que estaba preparado para hacerlo.

No he podido evitar comparaciones con mi primera clase de yoga.

Entonces estaba perdido, ahogado en medio de un mar de dudas, lleno de miedo.

Sólo sabía (o más bien, intuía), que sería bueno para mí y para mi alter ego, “don temblores”, que por aquel entonces permanecía oculto en mi interior, aletargado.

Para no perder mis costumbres, he llegado pronto, muy pronto.

He aparcado mi coche, y al parar el motor al lado del río, no he podido evitar oír el sonido de la lluvia sobre el capó, y que a mí tanto me relaja.

Creía que iba a llegar el primero, pero para mi sorpresa ya había varías personas dentro en la sala donde íbamos a dar el curso, hablando entre ellas.

Entonces mi yo tímido ha hecho de las suyas, y ha intentado ponerme una zancadilla, haciendo que permaneciera más callado de lo que suelo estar últimamente, recordándome el amargor que se siente cuando empiezas el instituto o la universidad, y estás expectante porque no conoces a nadie, teniendo que poner el cuentakilómetros de amistades a cero.

Para distraerme, me he puesto a mirar el verdor del paisaje mojado por la ventana, y no he podido evitar esbozar una sonrisa en mi interior, cuando he escuchado una palabra.

Y cuando alguien entraba, tarde o temprano, acababa diciéndola, como yo la he dicho mil veces.

Esa palabra era camino.

Y entonces he entendido que, aunque todos y cada uno de nosotros hemos asistido a la clase por distintos motivos, teníamos algo en común.

Como en cualquier clase de yoga de Omkar, hemos empezado quitándonos el frío a base de movimiento.

Primero por fuera, saltando y bailando, y después por dentro, soltando nuestros amarres, como cuando un barco sale de puerto, iniciando una travesía desconocida.

Al principio esta parte me daba mucha vergüenza, pero con el tiempo me he dado cuenta de que sólo es un juego, y que está en mi mano el divertirme y pasarlo bien, y que, además, sirve para conectar con mis compañeros, sobre todo cuando te notan temblar, y recibes por respuesta una caricia de afecto en la espalda, a tu torpe intento de disculpa.

A partir de aquí, conforme avanza la clase, cada uno siente lo que siente.

Es algo muy personal.

Cada uno avanza por su camino individual, aunque eso sí, sintiéndose acompañado.

Al principio he sentido descontrol, como cuando el piloto intenta un aterrizaje en medio de una tormenta de turbulencias, dando bandazos a uno y otro lado, intentando sujetar con fuerza el timón.

Poco a poco he conseguido enderezar el rumbo.

Poco a poco me he sentido más seguro, avanzando por mí camino, siempre hacia adelante.

Después he sentido desahogo, cuando en una de las prácticas hemos tenido que expresarnos de manera oral, dejándonos llevar, sin pensar.

Desahogo y liberación.

Me he desgañitado hasta perder la voz, unas veces gritando a pleno pulmón, otras veces acompañando con mi voz la de otro compañero o compañera.

Mi mente no pensaba, sólo sentía, liberada de ataduras.

Sentía la voz de mis compañeros, como un todo.

Y, con sorpresa, he escuchado mi voz, unas veces por encima de las del resto, y otras por debajo, como apoyándolas.

Y de repente he sentido la lluvia cayendo sobre mi cabeza, empapándola.

He sentido la unión que tengo con la tierra donde nació mi madre, y que es mi tierra.

He sentido la noche iluminada por la luna llena, saliendo por entre las nubes, bañada por la lluvia.

He sentido el olor de la hierba húmeda, y el frío de la nieve derritiéndose sobre ella.

A partir de aquí, todo ha sido muy rápido.

Demasiado rápido.

He dejado que mi cuerpo se expresara con movimientos no forzados.

Me he relajado hasta desconectar de mi tembloroso cuerpo.

He disfrutado, y a la vez me he sentido gratamente sorprendido, con la voz grave y potente de Omkar, saliendo de su pequeña garganta, cantando acompañado de su guitarra.

He disfrutado al escuchar las palabras de mis compañeros, cuando expresaban lo que habían sentido al finalizar la clase, sintiéndome a la vez identificado con ellos.

O cuando una persona se ha acercado a mí para pedirme perdón por no atreverse a tenderme su mano, y le he ofrecido mi corazón, fundiéndonos en un abrazo sincero.

Hoy he aprendido de mis compañeros, y, sobre todo, con ellos.

Y me siento agradecido, muy agradecido.

Por compartir este momento con ellos, por compartir el camino.

No hace demasiado tiempo que descubrí de la importancia de la palabra camino.

Tampoco hace mucho que descubrí que la felicidad no está al final de este, que se encuentra en el propio camino, al recorrerlo.

Se encuentra al sortear los obstáculos que te pone la vida, en forma de superación.

O cuando recibes el agradecimiento de alguien, al tenderle tu mano, para que se levante si se ha caído.

Todo se reduce a disfrutar de cada paso, de cada instante.

Todo se reduce a disfrutar, a disfrutar del camino.

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