SuperHero Papi

25 feb 2018 · 6 mins

Hoy el alma de blues de mi trotamúsico favorito entona su canción de la manera más triste y desafinada que nunca llegué a oír.

Su padre se ha ido de este mundo, de repente, en pocos días, sin apenas poder despedirse.

Y, con todo el respeto del mundo, y, sobre todo, con mi más humilde admiración, voy a intentar esculpir en palabras impresas la voz de esa amarga canción.

Él, mi trotamúsico, siempre suele vestir de riguroso negro, como todo buen rockero que se precie.

Pero, además, al niño que lleva dentro, como al mío, le gustan las camisetas frikis, del tipo Star Wars, Batman, o cualquier superhéroe que se precie.

Esta vez no podía ser una excepción.

Esta tarde, al darle mi abrazo más sincero, no he podido evitar fijarme en la camiseta que llevaba.

Era una camiseta negra, en la que aparecían dibujados Batman y Robin, junto con dos palabras escritas en inglés, impresas en su parte superior, y que decían: “SuperHero Papi”

Y he sonreído para mí mismo, al traducirlas mentalmente, al tiempo que se han quedado grabadas en lo más hondo de mi corazón.

Y es que no podía haber hecho una elección mejor.

Cuando somos pequeños, para cada uno de nosotros, los padres son nuestros superhéroes favoritos.

Son el espejo en el que mirarnos.

Creemos que no hay nada ni nadie más fuerte, invencibles, porque son nuestros protectores, llenos de vigor.

Después crecemos y nos convertimos en fieras horribles, empujadas por esas aceleradas hormonas adolescentes, rebelándonos irremediablemente.

Pensamos que nos quieren hacer la vida imposible, con sus reglas dictatoriales, incomprensibles y absurdas, y al final nos rebelamos, sin saber que intentan hacerlo lo mejor que pueden.

Y ellos, sin quererlo ni entenderlo, pasan a ser los villanos más horribles de la galaxia.

Con el tiempo te haces mayor, y, afortunadamente, te das cuenta de que, si en aquel tiempo estabas perdido y aterrado, ellos lo estaban aún más.

Porque nadie nace aprendido.

Nadie.

Ni tú ni yo, en el papel de hijos, y, ni mucho menos ellos, en el papel de padres.

Y poco a poco vas madurando y “vuelves al redil”, y te sientes de nuevo a gusto con ellos.

Pasan los años, hasta que llega un momento que, por la misma ley natural que hace que una manzana caiga del árbol, acabas siendo más fuerte que ellos, y se empiezan a invertir los papeles.

Es como un balancín de esos que encuentras en un parque infantil.

Si te pones a caminar encima de él, comenzando en un extremo, al principio cuesta avanzar, hasta que empiezas a balancearte.

Y si continuas, se equilibra durante un tiempo, pero al final se invierte la posición, y caes al otro extremo.

Te vas haciendo más padre, y a la vez ellos se van haciendo más hijos.

Y de repente empiezas a darte cuenta de lo que han tenido que pasar ellos.

Poco a poco se van marchitando y debilitándose, perdiendo lentamente su fuerza vital, atacados por las enfermedades.

Y eso ocurre de manera inevitable.

Hoy, antes de ir al tanatorio para intentar acompañarle con mi presencia en estos momentos de soledad, he pensado todo esto, mientras hablaba con mis padres, después de comer con ellos.

Y, de manera egoísta, también he pensado que soy un privilegiado, porque todavía los tengo a mi lado.

Porque sigo disfrutando de ellos, aunque a veces te cuenten sus batallitas una y diez mil veces, y tu pongas cara de no haberlas oído nunca, para hacerles felices.

En el otoño de la vida, van cayendo irremediablemente las hojas secas, ya marchitas y exhaustas.

Y, aunque afortunadamente aparecen retoños, brotes verdes, en forma de nietos o biznietos, el hueco que dejan en nuestro árbol cuando caen no se puede reemplazar de ninguna de las maneras.

Conforme te vas haciendo mayor, primero desaparecen las hojas de tus abuelos.

A veces sopla un vendaval y caen hojas inesperadas, como la de algún hermano, pero al final caen las de tus padres y tus tíos, como caerán las nuestras.

Yo creo que lo importante es guardar esas hojas en lo más profundo de nuestro corazón, como marca páginas de lo que debemos hacer y no hacer, con sus momentos amargos, pero también con los más alegres de nuestra vida.

Espero que, más pronto que tarde, vuelva a oír en el escenario a mi trotamúsico favorito ya recuperado, lanzando su grito “aleonado”, devorándose la vida en forma de micro.

Porque sabré que está haciendo lo que más le gusta, cantándole a la vida.

Y porque sabré que es de nuevo feliz.

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