Terapia de grupo

21 feb 2018 · 4 mins

Hoy he añadido una nueva arma a mi colección letal “anti-parkinsoniana”.

Esta tarde he asistido a una terapia de grupo para “jóvenes”, organizada por la asociación de Parkinson.

Algo impensable para mí hace unos años, cuando todavía tenía esa burbuja de autoprotección que me cubría, y que me hubiera torturado a preguntas, prejuicios y dudas de todo tipo.

Pero esta vez, cuando me lo propusieron, no tuve la menor duda.

Y la razón principal es que sé que me voy a ver comprendido y escuchado por mis compañeros, y ellos a su vez por mí.

Y también sé que la unión hace la fuerza.

De eso me di cuenta hace ya algunos meses, cuando estaba bastante perdido, agitando mis brazos en silencio y desesperado, ahogándome en un mar de dudas, y, un hada en silla de ruedas se cruzó en mi camino, ofreciéndome su ayuda, mientras me desarmaba con su sonrisa desinteresada.

Aquel día me vi identificado por primera vez con alguien que había pasado por lo que estaba pasando yo.

Me fui a casa sonriendo, contagiado por su optimismo, pero a la vez peleándome conmigo mismo, reprochándome el no ser tan valiente como ella para afrontar la nueva bifurcación que aparecía en el camino de mi vida.

Esa sonrisa me ha acompañado en los momentos difíciles por los que he pasado, y que probablemente pasaré, como una especie de “turbo” añadido a la fuerza de propulsión que ya me aportaban mi hermana, mi familia y mis amigos.

Pasó un tiempo, y, no sé muy bien la causa, me tropecé al caminar, cayéndome de bruces en una zanja, como el niño del cuento que cae en un pozo y no puede salir, y que se despelleja los dedos de las manos al intentar trepar por las paredes resbaladizas, llenas de lodo y humedad.

Quizás fuese el no poder con los efectos secundarios de la medicación.

O que me pudiera la ansiedad por no ver resultados tan pronto como me hubiera gustado.

O que necesitaba caerme para saber lo que significa levantarse…

No lo sé.

La verdad es que pasé miedo.

Mucho miedo.

Miedo a no poder volver a hacer mi vida normal.

Miedo a estar siempre tumbado.

En definitiva: miedo… al miedo.

Aquel miedo me nubló la vista y me dejó ciego, como quien mira a una luz fijamente.

No pude ver que el puñetero Parkinson me estaba haciendo daño a mí, pero también a los me querían, que sufrían por verme sufrir.

Durante un tiempo ha monopolizado mi vida.

Y aún lo intenta con todas sus fuerzas.

Pero procuro no darle tanta importancia.

Aunque a veces me pueda ganar una batalla, le pararé los pies.

Hoy, cuando me ha tocado hablar en la sesión, he expuesto mi caso, y al hablar del pozo, la psicóloga me ha preguntado cómo había salido de él.

Me he quedado pensando y le he dicho que no lo sabía, que poco a poco lo había hecho, dejando pasar el tiempo.

Ahora, escribiendo estas líneas, me he dado cuenta de que lo he conseguido a base de tesón, constancia, paciencia, el apoyo de los que me quieren, y sobre todo por aquella sonrisa montada en silla de ruedas.

No sé si volveré a caer en otro pozo.

Probablemente sí.

O probablemente no.

Esta experiencia me está sirviendo de mucho.

A hacer que prevalezca lo positivo de lo negativo.

A aprender escuchando lo que dicen los demás.

Y a ofrecer mi sonrisa, y mi humilde experiencia, como yo la recibí aquel día.

Hoy me han recordado que tengo que dar las gracias de nuevo.

A todos los que me apoyáis y me soportáis.

Y también gracias a ti, sonrisa.

Gracias a ti, Inés.

 

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