El mejor regalo

4 en 2018 · 5 mins

En mi casa, hasta la llegada a nuestras vidas de mis sobrinos, éramos mas de Reyes Magos que de Olentzero.

Probablemente fuera porque todos los comienzos de enero, los Reyes Magos visitaban la fábrica donde trabajaba mi padre.

O, mejor dicho, visitaban un cine de Pamplona, en donde primero nos ponían una peli y después, un paje de sus majestades, que sospechosamente se parecía a un compañero de mi padre, iba gritando grácilmente con su voz de barítono afónico: “¡Hermanitos Pérez!”, “¡Hermanitos Pascual!”, mientras nos iban colocando en las rodillas de los reyes, sin dejarnos elegir, y nos entregaban el regalo, a la vez que nos hacían una foto que mi padre recogía ya avanzado Enero.

Es curioso, pero todavía resuena en mi cabeza esa coletilla de “hermanitos…”, como si no hubiera pasado el tiempo.

Era algo unido a la Navidad, como los cantos de los niños de San Ildefonso.

También me acuerdo de la ilusión de mi hermana, y de la mía propia, cuando subíamos, nerviosos, al escenario.

Y eso que, viendo la foto de mi hermana con su primer regalo, más parecía que la habían secuestrado a punta de pistola.

Allí conseguí mi camión volquete de color marrón anaranjado, con aquellas ruedas enormes.

O el Pinocho de goma, que estuvo durmiendo encima del armario del cuarto de estar de mi casa, hasta que de viejo perdió aquellos colores chillones que tenía.

O las piezas de Tente, que tantas horas de diversión me dieron, creando naves espaciales que surgían de mi imaginación.

O aquel Porche “cable-dirigido”, que mencioné en algún otro post.

O la ambulancia y el avión de los clics de Famobil, que acabaron entre las zarzas de nuestra huerta, cuando mi hermana, enfadada por alguna trastada que le había hecho, los arrojó allí con la potencia que da la fuerza de la razón.

Después fue pasando el tiempo, y los reyes se fueron haciendo más monótonos, y se fueron alejando poco a poco, como siguiendo la estrella de Belén, a la vez que nosotros nos hacíamos mayores.

Y llegaron mis sobrinos, y como un faro en la oscuridad, todo volvió a ser luminoso.

Cuando eres pequeño piensas más en los regalos que te hacen.

Y, cuando te haces mayor, te das cuenta de que hace más ilusión regalar que te hagan regalos, que es más importante dar que recibir.

Al menos, es más satisfactorio.

Y ahora, con esta vuelta de tuerca que me ha dado la vida, te fijas aún más en los pequeños detalles.

Y, sobre todo, valoras más las cosas.

Y te das cuenta de lo que vale la cara de felicidad que pone tu madre, cuando antes de irte a trabajar por la tarde, le das un par de besos y un abrazo, y ella te come a besos, como cuando eras pequeño.

O la ilusión de tu sobrina cuando la llevas al cine a ver la enésima película de Star Wars, y le vas explicando quien es quién, porque te lo sabes de memoria.

O los abrazos de tu sobrino cuando ves con él una serie de dibujos animados, sonriente porque a mí se me olvida siempre (mal)intencionadamente el nombre de su protagonista.

O como se te agarra la gente cuando le das un par de besos y les regalas un abrazo de propina.

También te das cuenta cómo aparecen latas de cerveza sin alcohol en los sitios más insospechados, como el trastero o la despensa de un amigo o, incluso, de tu cuñado.

Y, casi sin proponértelo, recibes el mejor de los regalos.

Porque sé que la cara de mi madre es por mí.

Y la ilusión de mi sobrina, o la sonrisa de mi sobrino, se las he provocado yo.

Y esos abrazos regalados desinteresadamente vuelven a mí como cuando se lanza un boomerang.

E, incluso, esas latas de cerveza descafeinada, con las que brindo, son para mí.

 

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