Érase una vez que se era, en un lugar tan recóndito y en un tiempo tan lejano que se pierde en el recuerdo, una maestra y su joven aprendiz.
Como cada mañana se encontraban paseando por su jardín de orquídeas blancas, caminando por el sendero de piedra, en medio de un silencio sepulcral, sólo roto por el brotar del agua del riachuelo cercano y el trinar de los pájaros que habitaban aquel paradisiaco lugar.
Y, también como cada mañana, el aprendiz seguía respetuosamente a su maestra, unos pasos por detrás de ella.
De repente, la maestra se giró hacia su aprendiz y le habló con voz calmada:
- Dime, joven discípulo, ¿Qué has aprendido a lo largo de este año que ya termina?
El joven aprendiz la miró a los ojos, y, sin vacilar, le respondió:
- Este año, maestra, no he podido aprender nada. El dragón blanco que habita en la colina me ha atacado inmisericordemente día sí, y día también, haciendo que el miedo invadiera mi cuerpo y mi mano temblara una y otra vez.
Y la maestra, asombrada, le reprendió:
- ¿Seguro que no has aprendido nada? Cierra tus ojos, y concéntrate para mirar en tu interior.
Y el joven aprendiz cerró sus ojos como le había ordenado su maestra.
Y, aunque al principio no veía más que oscuridad, empezó a respirar pausada y rítmicamente, al tiempo que se concentraba, hasta que de pronto una pequeña luz blanca apareció delante suyo, muy cerca de su frente, tenue al comienzo, pero que fue haciéndose más y más brillante, consiguiendo cegarlo y que su mente quedara en blanco.
Y, de repente, a su cabeza empezaron a llegar imágenes, que fue relatando a su maestra conforme iban materializándose delante suya:
- Maestra, he visto que el chamán de la aldea intenta aliviar el dolor y los temblores con su medicina, y que lo intentará sin descanso hasta quedar sin aliento y dar con la fórmula mágica.
Y continuó:
- Que, aunque el dragón me ataca, mis amigos y mi familia me ayudan a calmar mi tristeza con su cariño y comprensión.
- Que esa tristeza ha hecho que haga daño sin quererlo a mis padres, pero que también he conseguido que sonrían en muchas ocasiones.
- Que mi hermana pequeña ha invertido nuestros papeles, consiguiendo tranquilizarme con su seguridad y el apoyo de su marido, y que sus hijos sanan las dentelladas que recibo con tan solo rozarme con sus pequeñas manos.
- Que he perdido a varias personas queridas este año, pero que su recuerdo siempre estará en mi corazón.
- Que tengo amigos lejanos que no se olvidan de mí, que me escriben desde sitios recónditos, e incluso se desvían en su viaje para visitarme.
- He visto como el dragón ha conseguido vencerme en varias ocasiones, pero también que me he levantado, haciéndome ver lo fuerte que soy.
- Que hay personas que, aunque estén postradas en una silla de ruedas, no les hacen falta las piernas para caminar, porque son más libres que ningún otro ser, y que iluminan al resto con su sonrisa.
- Que no hay que tener miedo a mostrar los sentimientos cuando son sinceros, en forma de te quieros, envueltos en abrazos y besos.
Y dichas estas palabras enmudeció, al tiempo que escondía la cabeza entre sus manos, y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Y la maestra, compasiva, levantó la cara de su aprendiz y la acarició con sus dedos, mientras dulcemente le susurraba al oído:
- Ves, al principio, cegado por tu miedo, sólo has visto lo negativo. Pero poco a poco te has dado cuenta de que todo no lo es, y que en la balanza pesa más lo positivo.
Y continuó:
- Ya estás preparado para saber mi nombre.
Y el aprendiz, con gesto calmado y en paz consigo mismo, le respondió mirándole a los ojos:
- Hace tiempo que sin saberlo ya lo sé: VIDA.