El diario

27 dic 2017 · 6 mins

Hace un par de días vino de visita mi amigo Eugenio.

Esta visita ya se está convirtiendo en una tradición navideña, y, aunque al principio venía sólo, hace ya dos años que le acompaña su mujer, Olga.

De Eugenio ya he hablado varias veces, incluso le dediqué una entrada en el blog cuando me regaló su medalla de “medio-maratoniano”, y yo se la acepté emocionado.

Yo le digo, medio en broma, medio en serio, que cada vez más se parece a Papá Noel, porque su barba se va poblando de canas, y porque siempre hace esta visita navideña.

Bueno, eso de Papá Noel suena raro, aunque lo digo con todo el cariño, porque me lo imagino más al estilo cowboy-rockero, con sus tirantes verdes y sus calzones rojos, como en las películas de vaqueros, con su ventana abotonada donde la espalda pierde su honra, y que siempre estaban descoloridos y llenos de polvo.

Y de Olga, qué decir.

Aunque sólo he coincidido con ella un par de veces, es como si la conociera de toda la vida, y sé que tenemos muchas cosas en común, como la fotografía, el yoga y la meditación, y claro, ¡también a Eugenio!

Como el año anterior, los fui a esperar a la estación de autobuses y después los llevé a una cafetería para que desayunaran en condiciones, coronilla y café incluidos.

Y después nos dimos un paseo por la ciudad, haciendo tiempo para que llegara el resto de la gente con la que habíamos quedado, disfrutando de la compañía, a pesar del frío y la humedad del ambiente.

Y, mientras esperábamos en el bar en el que habíamos quedado, Olga me sorprendió, entregándome un paquetito envuelto en papel de regalo.

Con sorpresa abrí el paquete emocionado, y lo que más me llamó la atención fue un cuadernito rojo en el que aparecía la diosa Shiva, sentada en la posición de flor de loto.

Mientras yo lo miraba asombrado, Olga me explicó que era un diario que estaba confeccionado a mano, incluido el papel, y que procedía de la India.

Iba acompañado con un elefantito de madera, tallado también a mano, y que servía para quemar incienso.

Después de pasar un día más que agradable con ellos y con el resto, llegué a casa.

Y, lo primero que hice fue romper el plástico impaciente, mientras colocaba una barrita de incienso en el elefantito, y la prendía con una cerilla de madera, al tiempo que me disponía a disfrutar hojeando aquel diario misterioso.

Después de desanudar una cuerdita que trae para cerrar las tapas, un olor a libro viejo penetró por mi nariz, mientras con mis dedos rozaba con delicadeza las hojas, deleitándome con su tacto.

Entonces me di cuenta de que todas sus hojas estaban en blanco.

Todas y cada una de ellas.

Igual, exactamente igual, que cuando me decidí a escribir este diario en forma de blog.

Y, guiado por mi intuición, he encendido mi ordenador y he ido a la carpeta donde tengo guardados todos los documentos que primero escribo y después convierto en entradas del blog.

Y he visto, con asombro, al fijarme en los detalles del primer documento, que hoy hace EXACTAMENTE un año que empecé a escribirlo.

Es cierto que pasaron unos meses hasta que me decidí a dar ese paso que supuso publicarlo.

Pero también es cierto que el documento lo escribí hoy hace exactamente un año.

Entonces, como ahora este nuevo diario, todas sus hojas estaban en blanco.

La última frase que me dijo Olga antes de subir al autobús y despedirse de mí con un beso-abrazo fue: “Sigue escribiendo, me gusta como lo haces”.

Si, Olga.

Lo haré.

Seguiré escribiendo este diario-blog, y, aunque me de pena, empezaré a escribir también en este diario hindú.

Tengo muchas hojas en blanco por escribir.

Y, como lo he hecho hasta ahora, seguiré garabateando renglones, trazados con esa tinta que sale de mi corazón.

Aquella primera entrada la titulé “Motivación”, y explicaba que quería, por un lado, ayudarme a mí, sacándolo todo fuera, y, por otro lado, servir de apoyo a otras personas que pasaran por la misma situación.

Por mi parte, me está sirviendo de mucho.

Unas veces lo utilizo para expresar lo que torpemente diría con palabras.

Otras veces de punch, golpeando lo que de otra forma sería difícil de golpear.

Y, otras, sin quererlo, arañando el corazón de mis amigos de manera involuntaria, haciendo que suelten alguna lagrimilla, y, espero que más frecuentemente, una sonrisilla cómplice.

Hay gente que me dice que le sirvo de ejemplo.

Incluso que sería bueno escribiendo libros de auto ayuda.

Yo más quiero pensar que este diario es como aquel programa de accidentes de coche que daban en la tele cuando era pequeño, que se llamaba algo así como “segunda oportunidad”, que te hacía reflexionar y que te servía para no darte la torta.

Muchas veces damos importancia a cosas que no la tienen, y dejamos de lado a las que realmente valen la pena.

Como esperar cada año a Eugenio y a Olga en la estación de autobuses, y desayunar con ellos coronitas con café.

Aunque yo lo tome descafeinado.

Gracias, Eugenio.

Y, sobre todo: Gracias, Olga.

 

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