La Navidad siempre me coge desprevenido.
Y no será porque no lo anuncian en la tele o en la radio con suficiente antelación.
Pero a mí, siempre me coge desprevenido.
A mucha gente no le gusta este momento del año, y, si he de ser sincero, a mí, durante muchos años, tampoco me ha gustado.
La ilusión se va perdiendo conforme te haces mayor y ya no tienes esas famosas vacaciones que de pequeño te parecían eternas, ni esperas que te regalen un coche teledirigido o un caballo de cartón en el que subirte.
Porque de pequeño eres un poco egoísta, y sólo piensas en los regalos.
Yo, lo más que conseguí, fue un Porche de aquellos que corrían en las 24 horas de Le Mans, que tenía luces y todo, pero que de “teledirigido” sólo tenía el adjetivo, porque para manejarlo utilizabas un mando unido a él por un cable de 2 o 3 metros, que hacía que tuvieras que salir corriendo detrás a la vez que acelerabas.
A parte de los regalos, también me acuerdo de “momenticos”.
Como aquellas Navidades en que me enganché a la lectura, leyendo aquellos libros de intriga y de investigación de “Los gemelos de Lakeport” (una especie de clon de “Los Hollister” o de Scooby Doo), recostado en la cama de mis padres, y que mi madre me regalaba si “subíamos a Pamplona” para hacer cualquier cosa, y que yo ojeaba en la librería mientras ella esperaba pacientemente.
También me acuerdo del primer turrón de chocolate, aquella explosión en la boca de azúcar, arroz y chocolate a partes iguales, y que no se parecía en nada a lo que había comido hasta entonces.
O de aquellas películas de dibujos animados de la tele, de Oliver Twist, o de Cuentos de Navidad, con aquellas voces dobladas con acento latinoamericano, que en lugar de decir “bocadillo”, decían “emparedado”.
O de las partidas de parchís o chinchón después de la cena de Nochebuena, con mi hermana y mis padres.
Poco a poco, conforme te vas haciendo mayor, se van perdiendo esas sensaciones.
Primero te conviertes en un adolescente caprichoso que no quiere más que estar con sus amigos, y, después, los estudios y el trabajo hacen que te olvides del verdadero sentido de esta época.
Como he dicho, yo llegué a odiar la Navidad.
De hecho, cuando me fui a vivir sólo, juré que nunca pondría un pino o un belén.
Pero este año he tenido que romper mi promesa.
Y me la ha hecho romper mi sobrina, Nahia.
Esa bicheja con alma de decoradora, que un día me salta: “Tío, tú no tienes pino, vamos a poner uno”, a la vez que me miraba a los ojos.
Y claro, he tenido que romper mi promesa.
Así que el otro día me la llevé al chino de la esquina y le dejé escoger.
Y eligió un pino, no muy grande, de color blanco, unas bolas y espumillón azules, y unas luces de colores.
Y, mientras yo preparaba palomitas, ella, su hermano y una amiga se afanaban en montarlo, pidiéndome ayuda cuando no podían desenvolver alguna rama de su envoltorio.
Como me voy a negar a sus deseos.
Esos renacuajos han hecho que sonría como un niño, al tomar la forma de cartero de “Olentzero”, llevándoles una carta en su nombre, cuando apenas tenían dos años, y donde les advertía que, aunque no habían sido muy buenos, se merecían los regalos.
O viendo como devoraban las figuritas de chocolate que yo compraba a escondidas, y que mi madre colgaba en su pino de Navidad.
Este fin de semana se vinieron a dormir a mi casa, y mi sobrina se quedó mirando el pino, a la vez que me decía: “Falta colocar tu regalo, espera”.
Podía haber sido algo material.
O, pensando egoístamente, un papelito donde pusiera: “Estás curado”.
Pero en lugar de eso agarró sus lápices de colores, sus tijeras y su pegamento, y de la nada hizo un paquetito en donde se leía:
“TE QUIERO: TIO LULU”
Y a mí, como soy un ñoño, se me cayó una lágrima, porque me había hecho el mejor regalo de Navidad que podían hacerme.