La fuerza de una lágrima

22 oct 2017 · 5 mins

Esta semana no pensaba escribir nada.

Desde mi “desconexión”, me faltaban las fuerzas.

El lunes y el martes fui a trabajar normal, y todo parecía ir bien, pero el miércoles volví a sentir esa sensación de agobio que da la ansiedad, unido a los mareos, así que mi compañero me llevó a casa.

Poco a poco fui debilitándome, hasta que el viernes por la noche, después de venir del trabajo, me sentí mal.

Primero una sensación que ya había tenido otras veces: No puedes enfocar bien, y sólo puedes ver el final de las palabras. Me fijé en un cartel que ponía “En venta”, al salir del garaje, y solo podía ver “n venta”, salvo que forzara la vista.

Ya me ha pasado más veces, y se cómo reaccionar. Además, se pasa más rápido si estás a oscuras, “en blanco y negro”, así que subí a casa y dejé pasar el tiempo.

Pero aun así me sentía mareado, así que me acosté y pensé que mañana sería otro día.

Pero el sábado seguía igual, me fui a casa de mis padres y allí pasé toda la mañana y parte de la tarde tumbado, hasta que la sensación de mareo desapareció.

Pero esa sensación de agobio, de tener un yunque en el pecho, seguía ahí, hasta que llegué a mi casa, hice yoga, y desapareció.

No “vivía” los ejercicios.

Después de un rato me senté y me dediqué a respirar y respirar, notando que cada vez me iba sintiendo mejor, hasta el punto de tumbarme, y quedarme relajado en la esterilla, como cuando voy a clase.

Y esta mañana de domingo… otra vez la sensación de agobio, de querer “huir” cuando he ido con mis padres a caminar, o a tomar algo con mi hermana y mi cuñado.

Esa sensación no se me iba ni con las pastillas, así que me he tumbado a echarme una siesta en la cama resignado.

Después de dormir seguía sin irse, y seguía mientras estaba con mis padres en el salón.

De repente he visto a mi madre triste, con los ojos llorosos.

Se ha levantado con la excusa de tender la ropa en la habitación, porque estaba lloviendo, y la he seguido para ayudarla.

Ahí por fin se ha puesto a llorar, y enseguida he visto que era por mí, porque sufre conmigo al verme sufrir.

He intentado sacar fuerzas de flaqueza para no llorar y empeorar la situación, y, con la voz entrecortada, le he dicho que no se preocupe, que pasará, y que sus lágrimas me darán fuerza para vencerlo todo, a la vez que la abrazaba.

He ido al cuarto de mis padres y me he mirado al espejo, todavía con el nudo en el estómago.

Y me he puesto a llorar.

A llorar de rabia.

A llorar de impotencia.

A llorar porque sin quererlo estaba haciendo daño a mi familia. A mis padres, a mi hermana… a todos.

A recordar la primera vez que hice llorar a mi madre, siendo adolescente.

Mi padre ha entrado y me ha dicho, con voz calmada, y la más dulce que le oía desde hacía tiempo: “No llores, hijo”. Mientras lo hacía, veía que él también estaba nervioso, porque su mano de hombre mayor resignado también temblaba.

Le he cogido su mano, como hacía tiempo que no hacía, y le he dicho lo mismo que a mi madre, que me dan fuerza.

Y al irse he mirado por la ventana.

Y a cada lágrima, ese nudo en el estómago iba subiendo por mi pecho, hasta llegar a la garganta.

Y, aunque suene raro, me ha pasado algo parecido al protagonista de “La milla verde”.

He abierto la boca con mi ceño fruncido, enfadado conmigo mismo por haber estado ciego, por no ser valiente, como si quisiera expulsar la sustancia negra y ponzoñosa de mi interior que me estaba haciendo sufrir.

Y, poco a poco, mi garganta se ha ido liberando de ella, y he notado que el nudo desaparecía.

Durante esta semana he hablado con amigos que me daban consejos.

Me he intentado “autoanimar” yo mismo.

He hecho yoga….

Pero, lo que en realidad me ha hecho abrir los ojos, ha sido tan sólo una lágrima, salada y diminuta, la de mi madre.

No puedo sentirme mal, tengo que ser fuerte.

Es injusto para mi familia.

Es injusto para mis amigos.

Y, también, es injusto para mí.

Así que “Parki”, aquí me tienes.

Hoy te he ganado la partida.

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