No, no es lo que estás pensando.
No es una condena.
Es la edad que tienen mis sobrinos.
Lo recuerdo como si fuera ayer, aquel 29 de septiembre de 2007.
Era sábado.
Y como cada día, fui a ver a mi hermana, en compañía de mi madre.
Llevaba ya unas cuantas semanas en el hospital, esperando a que nacieran, y la espera se estaba haciendo larga.
Era la enésima vez que la bajaban al paritorio, para ver cuanto había dilatado, y mi hermana ya estaba bastante cansada y harta de subir y bajar por el ascensor.
Apenas habíamos llegado, y otra vez la iban a bajar, así que esta vez le acompañamos.
Recuerdo las palabras de mi hermana, bastante tranquila: “Esto no es nada. En un momento me volverán a subir”.
Como en toda sala de espera, los minutos se convierten en horas.
Y de repente oí un beep-beep en mi viejo Nokia, que me indicaba que un nuevo SMS había llegado. Me pareció extraño, así que lo leí: “Estoy de parto”, me decía mi hermana, mientras yo lo miraba asombrado.
Apresuradamente avisé a mi cuñado, que apenas se había acabado de marchar para dormir un poco, y también a mi padre, para que subiera junto a él.
Y nuevamente el tiempo se ralentizó, y yo y mi madre no parábamos de dar de vueltas, nerviosos por lo que iba a ocurrir.
Mi cuñado no venía, y yo miraba y miraba el reloj, hasta que la puerta del quirófano se abrió y un médico vestido con un traje verde, gorro y guantes blancos, empezó a preguntar por mí.
Me hizo entrar a una salita previa al paritorio y me dieron un traje para que también me lo pusiera.
Yo estaba asustado, aunque no lo demostraba, e intentaba animar a mi hermana, hasta que de repente apareció mi cuñado, y pensé: “Salvado por la campana”.
El parto no fue muy lento, pero fue por cesárea.
Y se oyeron unos llantos.
Y por primera vez oí sus voces.
Y… por primera vez fui tío.
Y como nacieron prematuros, tuvimos que esperar un poco para llevarlos a casa.
Los días pasaron e íbamos a verles, poniéndose rojos y azules, hasta que de repente el médico les dio el alta.
Recuerdo el primer abrazo. Primero desconfiado, después cálido y lleno de amor.
Sentí que, con esa unión, ellos me aceptaban, y desde entonces no he dejado de sentirlo.
No hace falta que me lo digan, lo veo en sus gestos, que tampoco han cambiado con los años.
Apenas eran unos renacuajos que cabían en mis brazos, y que no paraban de pedir biberón.
Ella era más calmada, pero Él era puro nervio, que, no sé por qué, yo conseguía tranquilizar, por el simple hecho de pegarlo a mi pecho.
Y de los brazos pasaron a aquella silleta doble que yo llevaba con orgullo.
Y de la silleta empezaron a gatear.
Y como en todo, la pequeña aprendió antes a caminar que él.
Y entonces empezaron a resonar sus zapatitos en mi parqué.
Y empezamos a jugar a hacer una tienda de campaña con las mantas de la amatxi, que era atacada por una araña que misteriosamente tenía la silueta de mi mano.
O a que yo era el chofer de un autobús imaginario que llegaba a Donosti, y que iba haciendo paradas cada poco tiempo, arrancando y frenando.
O que estábamos en un bote en pleno océano infestado de tiburones.
O jugábamos “al jamón”, y yo los levantaba por las piernas hasta dejarlos colgando, mientras ellos se morían de risa a costa de mi dolor de espalda.
Y en Nochebuena recibían cartas de Olentzero, al que yo siempre me encontraba de camino a casa de mis padres para cenar.
Pasó el tiempo y fueron a la escuela, y fueron conociendo a esos primeros amigos que son tan importantes.
Y tuve que hacer de padre postizo los sábados, llevándolos a sus partidos de fútbol o a sus clases de gimnasia rítmica, pintura o baile.
Y tuve que ver sus caritas asustadas la primera vez que les reñí porque no me obedecían, y que me dolió más a mí que a ellos.
O su mirada cómplice la primera vez que se quedaron a dormir en mi casa, y salimos un momento a comprar palomitas, y yo me dejé las llaves en casa de lo nervioso que estaba.
Poco a poco han ido cumpliendo años y han ido creciendo.
Y aunque ellos quieren correr y hacerse mayores, usando consolas y teléfonos móviles, y sé que el tiempo avanza a su favor, a mí me gustaría que fuera tan lento como en aquella sala de espera, de aquel sábado 29 de septiembre de 2007, justo hoy, hace diez años y un día.