Perspectiva

25 sep 2017 · 5 mins

Estos días estoy un poco plof.

Ese maldito programa que estoy haciendo para domar a mí ratón me roba demasiadas horas de sueño, y el sábado mi cuerpo dijo basta.

Había quedado con un amigo para instalarle un programa, y cuando ya estaba acabando, empecé a temblar, sin motivo aparente.

Es como un terremoto, que empieza poco a poco y se va haciendo más intenso, conforme va pasando de la mano al resto del cuerpo, invadiéndolo.

En esos momentos es difícil controlarse.

A mí me cuesta muchísimo, sobre todo porque hacía tiempo que no me pasaba, y es fácil entrar en “modo pánico” y que te falte el aire.

Creo que lo mejor es intentar pensar en otra cosa y procurar controlar la respiración, y de esa manera, sin darte cuenta, poco a poco, se te pasa, aunque te deja todo el cuerpo agarrotado, y como si te hubieran dado una paliza.

Me quedé muy tocado, sobre todo porque te da la sensación de que no has aprendido nada, y que todo vuelve a empezar.

Y, aunque sé que no es cierto, y que he recorrido mucho camino, me quedé plof.

Menos mal que por la tarde recibí un whatsapp de mi hermana, que, como si lo intuyera, me invitaba a su casa a cenar.

Aunque estaba muy cansado acepté, y a su vez acerté, porque no hay nada como estar con alguien que te quiere, como son mi hermana, mi cuñado, y esos dos bichos que tengo por sobrinos.

Y, aunque me dormía, resistí hasta que terminó la película, porque no hay nada mejor que la risa, sobre todo si viene de un niño.

Y para culminar el día, al ir hacia mi casa, me encontré con uno de mis primos y su mujer, que para mí es mi prima, y que también me dieron unos cuantos besos, y que también sanaron mi alma.

Al día siguiente me levanté un poco desganado, así que, sin pensarlo, agarré mi mochila, y me fui decidido hacia el sitio en el que más me gusta andar y meditar, mi vecino, el monte Ezkaba.

De pequeño tengo el recuerdo de ir a jugar a guerras de piñas, metidos entre los pinares, pisando ese suelo mullidito cubierto de agujas y respirando ese aire tan puro, o haciendo casetas entre los matorrales, que para nosotros eran fuertes imaginarios, donde nosotros éramos sus dueños.

Con el paso de los años, te olvidas de él, y tu tiempo se ve absorbido por las responsabilidades diarias.

Y de repente un día te acuerdas de él, y piensas, “lo subiré como hacía antes”, y él, como si fuera un dios enfadado, te pone en tu sitio, echándote a cuestas todos los años (y sobre todo los kilos) de golpe.

Pero si lo sigues intentando, como pasa con la vida, poco a poco te perdona, y un día descubres que llegas a su cima, y miras hacia abajo, y ves que estás encima de las nubes, y que todo es posible.

Eso, exactamente, es lo que me volvió a pasar el Domingo.

Empecé a subirlo, y, como me gusta, castigué mi cuerpo con un ritmo constante, y, a la vez que pisaba con paso firme y decidido, iba llenando mis pulmones de oxígeno, y echando todo lo malo que tenía dentro de mí.

Había una espesa niebla, que a cualquiera lo hubiera asustado, pero que a mí me gusta, porque entra en todo tu cuerpo, llenándolo de humedad.

Y fui subiendo y subiendo, hasta que miré hacia abajo y vi que había dejado la niebla atrás, y al Sol intentando escaparse de ella, como una gran bola de fuego saliendo de sus entrañas.

Entonces sonreí, y me acordé de una palabra: Perspectiva.

Puedes estar agobiado y dejarte invadir por la niebla.

O puedes seguir caminando, y salir de ella, aunque te cueste horrores y lo tengas que poner en práctica todos los días.

Todo depende desde donde mires, y con que perspectiva lo hagas.

IMG_20170924_083726[1654]

 


Compartir